Más allá de las sombras.

Capítulo 21: El templo del aire

Luz.

Una bruma dorada lo envolvía. Elkin abrió los ojos y no encontró ni tierra ni cielo… sino algo entre ambos.

Estaba acostado sobre una isla suspendida en el aire, rodeada de nubes que danzaban como espectros felices. Cascadas de luz fluían hacia el vacío sin fondo. Árboles con hojas de plata susurraban lenguas olvidadas. Flores que cantaban. Pájaros que no volaban… flotaban.

Todo tenía el olor de la infancia. De hogar. De algo perdido y finalmente encontrado.

A lo lejos, un par de portones titánicos, esculpidos con símbolos vivos: una lanza, un sol, un niño, una flor, un perro de tres patas. Más allá de esos portones… lo desconocido.

Frente a ellos, un árbol majestuoso. Y sobre una rama, un águila dorada, inmensa y serena, que lo miraba con la sabiduría de mil vidas.

—Bienvenido, Elkin —dijo el ave con una voz que era fuego y caricia.

—¿Dónde estoy?

—En el Umbral. Entre lo que fuiste y lo que aún puedes ser.

—¿Estoy muerto?

—No. Estás libre.

Elkin cayó de rodillas. No por rendición… sino por revelación.

—¿Y Centinela?

—Está cumpliendo su destino. Donde tú no podías llegar… él está sanando.

Detrás del árbol, vio siluetas acercándose. Eran muchas. Gente con ojos limpios. Niños. Mujeres. Hombres. Uno de ellos, la niña que salvó en el ataque, le sonrió desde la distancia.

El alma de Elkin se quebró.
Y se volvió luz.

Y Elkin, por fin, entendió.

El águila lo miró con una profundidad que quemaba.
—Has caminado con miedo. Has amado con heridas. Has servido con cadenas. Pero algo en ti se rompió para abrirse.
¿Sientes eso que vibra en el centro de tu pecho?
Ese nudo que aprieta cuando amas, cuando sueltas, cuando crees morir por dentro.
No es debilidad…
Es la puerta.

—¿La puerta?

—Al lugar de donde todo nace. Y a donde todo regresa. Si estás listo, sigue tu camino.

Elkin asintió, sin saber por qué confiaba.

Los portones frente a él se abrieron sin tocarse. No crujieron. No pesaron.
Solo respondieron a su presencia.

Del otro lado, un sendero flotante hecho de aire y alma en proceso de liberación. Cada paso resonaba como un eco de su pasado.
Y al final, como suspendido en la cima de todas las montañas de la existencia, un templo construido con columnas de viento sólido y muros que ondulaban como el canto.
Luz líquida atravesaba los espacios, danzando entre geometrías imposibles. No había techo, solo cielo.
Todo era tan hermoso que dolía.

Elkin cruzó la puerta del templo.
Y fue como cruzar un portal.

Un parpadeo…
y apareció en una tierra montañosa, tibia, viva.
El aire olía a cedro y a fuego antiguo.
No muy lejos, una hoguera ardía suave.
Como esperándolo.

Elkin caminó hacia ella.
Miraba a su alrededor, buscando al águila.
Pero estaba solo.

O eso creyó.

—¿Hay alguien aquí? —preguntó desde el fondo de sí.

Entonces, de la espesura, un lobo blanco, enorme, de ojos como espejos del cosmos, saltó frente a él.
Elkin casi se cae del susto.

—Hola, Elkin —dijo el lobo con voz grave y serena.

—Hola… —respondió, aún sin creer lo que veía.

—Veo que has decidido rescatar tu alma.

Elkin guardó silencio.

—¿Qué aprendiste en tu camino hasta aquí?

Elkin bajó la cabeza.

—Fui muchos hombres… muchos errores.

—¿Y?

Elkin alzó los ojos.
Sus palabras salían como fragmentos que al fin volvían a casa.

—Centinela me enseñó el amor que no pide, que solo está… ese amor que da sin pensar en recibir.
Amar así me rompió… pero también me reconstruyó.

—¿Y qué más?

—La humildad…
No es rebajarse, es comprender que nunca fui más que nadie… y tampoco menos.

—¿Y después?

Elkin miró al fuego.
—Aprendí a amar sin expectativas.
A no cargar al otro con lo que quiero que sea.
A dejarlo libre.

—¿Y por último?

—El desapego por amor…
Soltar aunque duela.
Confiar en que si algo debe quedarse, se quedará.
Y si algo debe partir, también fue amor dejarlo ir.

El lobo asintió, con la mirada firme y compasiva.

—Eso que has descubierto no está en tu cabeza, Elkin.
Está más profundo…
En el centro invisible de tu existencia.
Ahí donde el alma canta cuando nadie la escucha.
Ese centro es tu verdadero hogar.
Tu brújula.
Tu altar.

Y en ese instante, desde el cielo limpio, cayó un rayo.

No era eléctrico.

Era luz viva.




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