Cuando la sirvienta huyó de la mansión con el bebé en brazos, lo hizo con muchos nervios, pues sabía que estaba cometiendo un gran sacrificio. Todo lo hacía porque necesitaba el dinero que la duquesa le había ofrecido. Hizo todo lo posible y, tras seis días de viaje, logró llegar a su pueblo, que estaba muy lejos de la capital.
Tuvo que tener mucho cuidado con el bebé, ya que era muy pequeño, y si realmente quería ese dinero, no podía permitir que muriera. Hizo todo lo posible para mantenerlo con vida y saludable durante esos días.
Cuando llegó a su pueblo, fue directo a su casa. Al abrir la puerta, vio a un hombre alto; él, al verla, se acercó y la abrazó con fuerza. Pero pronto se dio cuenta del bebé que ella llevaba en brazos.
La miró sorprendido y luego se apartó de ella, preguntándole de quién era ese niño y si era suyo. Su expresión se llenó de enojo, pues no la había visto desde hacía un tiempo y pensó lo peor: que lo había engañado y tenido un hijo con otro hombre.
Ella intentó aclarar las cosas y le dijo que ese bebé no era suyo, que se calmara y la dejara explicarse. Sin embargo, él se negó a escucharla; estaba convencido de que el bebé era de ella.
Ella seguía insistiendo en que no, pero él no quería escucharla y empezaron a discutir por eso. En ese momento, el bebé comenzó a llorar por el ruido, y ella, toda nerviosa, lo calmó. Le pidió al hombre que se tranquilizara y que hablarían de todo con calma después de que el bebé se calmara. Una vez que lo logró, él obedeció y se sentó, frustrado, mientras ella llevaba al bebé a un cuarto donde había una cuna.
Al salir de esa habitación, se sentó a la mesa junto al hombre, quien era su esposo, llamado Erich Skarter, de tan solo 24 años. Ella, Sarha Nisthor, de 21 años, lo miró de frente y le dijo:
—Tú sabes que yo nunca me atrevería a engañarte. ¿Cómo podría hacerte algo así a ti?
Él la miró y respondió:
—Lo sé… pero verte con ese bebé en brazos me hizo pensar en otra cosa.
Sarha le sonrió y le dijo que se calmara y, como le había dicho antes, ese bebé no era suyo. Le explicaría por qué lo había traído. Así fue como le contó toda la historia, y Erich la escuchó atentamente, sin interrumpirla. Al terminar, Sarha sonrió y le dijo que ahora ya no tendrían que preocuparse por el dinero ni por nada de eso.
Él sonríe, la toma de la mano y le dice:
—¿Estás segura de esto?
Sarha asiente con la cabeza. En ese momento, alguien entra por la puerta: era un niño de seis años, llamado Leander, hijo de Sarha y Erich. Al ver a su mamá sentada, se sorprende y corre hacia ella, llorando y gritando:
—¡Mamá!
Ella lo abraza y él recibe el abrazo con fuerza.
Tras calmarse, Sarha lo sienta en su regazo y le dice que tiene algo que contarle. Le habla sobre el bebé y le dice que ahora va a vivir con ellos. El niño, celoso, se enoja y le dice que no quiere que esté en su casa. Sarha lo tranquiliza:
—No te preocupes, tú siempre serás el príncipe de la casa, y la llegada de este niño no cambiará nada.
Leander, tras mucha negación, lo acepta y decide ir a ver al bebé. Su mamá le advierte:
—No quiero que te acerques a el, porque ese niño… supuestamente está maldito.
Aun así, la familia decide aceptar al bebé como parte de ellos, todo para asegurar la riqueza y estabilidad del hogar.
Cada mes, sin falta, la duquesa enviaba a su guardia más leal, disfrazado de simple campesino, al pueblo de la sirvienta. El guardia se encontraba con ella en un lugar apartado del bosque y le entregaba 240 monedas de oro, el equivalente a tres meses de sueldo de Sarha. Siempre le preguntaba cómo estaba el niño, y ella respondía con sarcasmo, asegurando que todo estaba bien y que lo cuidaba perfectamente. Y así pasaron los años.
Desde aquel suceso, el pequeño niño creció al cuidado de la Sarha, sin saber la verdad de lo que pasaba en el mundo. Para él, aquellas dos personas que lo criaban eran sus padres, pues había crecido a su lado.
Pero las cosas no siempre son color de rosa. A pesar de que no les faltaba dinero y llevaban una vida cómoda, incluso con algunos lujos, él no vivía bien. Su ropita era muy vieja, con agujeros formados por el desgaste de la tela. Siempre estaba sucio y desnutrido, porque sus “padres” apenas le daban de comer.
Lo maltrataban constantemente: le pegaban y le decían cosas horribles, que era asqueroso, que ojalá nunca hubiera nacido, y muchas crueldades más. Para no tenerlo cerca, lo obligaban a dormir en el sótano, un lugar húmedo y en mal estado, lleno de telarañas y con algunos roedores corriendo.
suerte, tenía una camita vieja y deteriorada; para cualquiera sería miserable, pero para él era lo mejor del mundo, porque al menos no dormía en el suelo frío. Por eso, la apreciaba como su mayor tesoro.
Aun así, él no sentía odio ni rencor hacia sus padres. En su pequeño corazón no existía eso; a pesar de todo, los quería mucho. Siempre trataba de dar lo mejor de sí para que sus padres no le pegaran más y estuvieran felices, pero eso nunca sucedía. Aunque él limpiara la casa tal como se lo ordenaban, siempre encontraban algún defecto en todo, y al pequeño le iba mal.
Él no entendía por qué eran así con él. A veces los observaba a escondidas cuando estaban con su hermano mayor. No le tenía envidia ni nada parecido, solo lo admiraba, ya que él sí recibía el amor de sus padres, algo que deseaba con todo su corazón… pero sabía que eso era imposible. Aun así, no se iba a rendir.