Suelto un suspiro y lo observo avanzar hacia la mesa de Jacob Griffin. No estoy muy seguro de haber querido hacer lo que hice, pero el daño ya está hecho y, de cualquier manera, era inevitable que supiera mi nombre.
Tomo una bandeja, me encamino hacia la fila y espero mi turno pensando en la actitud que tuvo Leonardo cuando estábamos caminando hacia acá. Creo que él no notó que me di cuenta aunque, de todos modos, ni siquiera yo entiendo cómo lo hice; pude sentir lo herido que se encontraba... Pero ¿por qué?
Elijo mi comida, pago y me dirijo hacia la mesa más lejana y escondida del lugar, justo en una esquina. Por muy odioso que suene, no me agrada que me hablen, toquen o miren. Me gusta estar solo, sin nadie que me moleste. Al final del día, resulta más fácil: no tienes que preocuparte por lo que piensen o digan, no tienes que esforzarte por no decepcionar a los demás.
Me acomodo en el asiento, me pongo los audífonos y miro a mí alrededor analizando los rostros de las personas presentes mientras dejo que la música suene fuerte y aleatoria en mis oídos. Mi día no ha sido el mejor hasta ahora, lo único que deseo es que llegue la hora de la salida para que pueda irme de una vez por todas.
Detesto estar aquí. No soy bueno en la mayoría de las materias —aunque no me interesa mucho, en realidad—, y odio esforzarme por algo que no me gusta. A veces lo intento porque necesito pasar todas las asignaturas para graduarme y librarme de los recuerdos, de todas las emociones que me inundan en este lugar.
Alzo la vista y me topo con los ojos grises que prefiero mantener alejados de mí. No me gusta que se metan en mi vida, y sé que le causo curiosidad gracias a la forma en que su mirada barre mi cuerpo con lentitud...
Estoy consciente de que no soy tan invisible como me gusta pensar, sé que todos creen saber quién soy y que me juzgan por ello, y aunque la mayoría del tiempo no me importa sus opiniones, sería bueno que no me etiquetaran por algo que estaba fuera de mis manos. Por algo que pasó hace ya, mucho tiempo.
No he apartado mis ojos de los de Leonardo, no por intentar retarlo o empezar una rivalidad —eso es lo que menos se me antoja, de hecho—, sino porque no puedo evitarlo, son fascinantes. Y lo que hay tras ellos me intriga a sobremanera. Aunque no entiendo el porqué, simplemente es así: tienen algo que se me hace un poco... ¿especial? No estoy seguro de que sea la palabra correcta para describirlo, pero en realidad no sé qué es lo que poseen.
De lo único que estoy seguro, es que es hermoso.
El susodicho deja de mirarme y posa su atención en algo que le está diciendo Griffin; entonces veo su ceño fruncirse y sus labios entreabrirse. ¿Qué le estará diciendo? No creo que sea nada malo. No creo que sea sobre mí. Jacob es totalmente inofensivo cuando se trata de mí. Nunca me perjudicaría... No puede, no lo haría por él.
Cierro los ojos y, por primera vez en días, me permito recordar: pienso en sus ojos azules, en su preciosa sonrisa con hoyuelos, el izquierdo más pronunciado que el derecho; pienso en su cabello largo y castaño que casi siempre terminaba entre mis dedos y en lo perfecto que encajaban nuestras manos; en su manera tan dulce de besarme cuando se despedía de mí por las madrugadas para volver a su casa; en aquel viaje que hicimos al lago durante el fin de semana del que nadie se enteró... Pienso en nosotros y en todos los momentos lindos que compartimos. Pero mi corazón no lo soporta y se estruja con brutalidad, haciéndome sentir que en cualquier instante podría desmoronarme.
Me falta el aire; mis pulmones queman y se sienten oprimidos, mis entrañas se retuercen dolorosamente y las lágrimas, junto al áspero nudo que sube por mi garganta, comienzan a agobiarme.
No quiero llorar.
No otra vez.
«No puedes seguir haciéndolo cada día sólo con recordarlo, Ian».
Trago duro y respiro profundo en un intento por apaciguar la tormenta que habita en mi interior y que está ansiosa por salir. Me paso las manos por el rostro, seguidamente, pellizco mis labios con los dientes y me concentro en la comida frente a mí. Ya no me apetece. Lo único que quiero es salir de aquí y esconderme en mi habitación, donde puedo desahogarme sin suplicio.
Aparto la bandeja, me quito los audífonos y los guardo junto a mi celular en mi mochila. Quedan quince minutos de descanso y lo único que quiero es entrar a clase, así faltará menos tiempo para que el timbre suene y pueda irme.
Al menos, me tocan dos materias tranquilas: historia y arte. En la primera, por lo general, escuchamos al profesor Martín hablar sobre el tema que corresponde, copiamos una paráfrasis en una hoja y se lo entregamos cuando finaliza la hora. Su manera de evaluar es esa: «fácil y confiable», según él.
Arte, por otro lado, es la mejor asignatura para la que he aplicado. La maestra Lorenzo es joven, simpática y bastante bonita; es de ese tipo de personas con las que se puede conversar abiertamente, que no te presiona ni te agobia, sólo intenta hacerte sentir cómodo durante la clase.