El profesor de Literatura dicta un pensamiento de Simón Bolívar del General en su Laberinto, libro que nos mandó a leer hace unas dos semanas y que terminé en menos de tres días, incluso, ya tengo listo el ensayo que nos pidió. No suelo cumplir con mis tareas en la asignatura, pero ésta me gustó y decidí que no me haría nada malo sentarme y expresar lo que sentí al finalizar de la lectura.
No hay nada sobre la mesa, mis libros y cuadernos siguen dentro de mi mochila y el profesor no parece inmutarse; me conoce lo suficiente como para saber que, por mucho que lo intente, no logrará interesarme a la fuerza, así que no tiene problema con que no haga nada siempre y cuando me mantenga en silencio.
Mi mirada vaga por el salón hasta que se clava en el perfecto perfil de Leonardo. Él está sentado a mi lado y luce muy concentrado en la actividad: sus ojos están fijos en su libreta, su muñeca se mueve rápida junto al lápiz, y su ceño y labios están fruncidos. ¿Será difícil para él entender el idioma? Su voz pronuncia las palabras dudosas y pausadas, y sin embargo, no creo que le cueste tanto por la forma en que interactúa conmigo.
La situación con él de hace tres días fue bastante extraña y emotiva y, si bien yo puedo ser lo primero, jamás transparente ante alguien que no conozco; fue un desliz, un momento de debilidad del que no estoy dispuesto a sobre-analizar. Y desde entonces, sus orbes grises me persiguen a donde sea que mire y en lo que sea que piense, él está allí y eso me aterra a sobremanera.
Yo no soy así. No soy niño que se enamora de lo primero que ve. Sin embargo, él es tan lindo y tan dulce que logra que mi corazón se agite con emoción.
En el instante en el que esa sonrisa arrebatadora fue esbozada en su inmaculado rostro, sentí que todo estaría bien. Sentí... algo que no he experimentado desde hace mucho tiempo, aunque aún no puedo descifrar con certeza qué es. Y he intentado con todas mis fuerzas deshacerme del espiral de sentimientos que amenazan con destruir mi cordura, no obstante, se me ha hecho muy difícil.
Un arrepentimiento enorme me invade cada cinco segundos al recordar lo vulnerable que fui, debe pensar que soy un bebé que necesita ser protegido y, precisamente, esa es la impresión que me da: él es un chico con complejo de amparo. No es que eso sea algo malo, muchas personas son así, pero yo no necesito que me cuiden, estoy bien por mi cuenta.
— ¿Estás bien, Ian? —Este tipo de preguntas, aunadas a la suavidad de su voz, me sacan de balance: no puedo seguir pretendiendo que me encuentro bien cuando él parece tan interesado en meterse en mi vida.
Él logra que los muros que construí arduamente, tiemblen con su presencia.
¿Por qué me hace esto? ¿Por qué me ve como si le importara cuando no sabe quién soy? ¿Por qué me afecta tanto?... Yo no soy débil.
«Repítetelo hasta que te lo creas, Ian...»
Su mirada me recorre y pica tanto, que me dan ganas de arrancarle esos preciosos ojos que tiene sólo para que deje de consumirme. Trato de concentrarme en la clase, en el paisaje que se extiende por la ventana, en la nada... En otra cosa que no sea su mano cálida sobre la mía. ¿Por qué me toca?
Aparto el escozor que mi piel siente ante su tacto, dándole a entender que quiero que se aleje. Un suspiro se libera de sus labios, pesado y sonoro, como si fuera la tarea más ardua del mundo. No quiero sentirme culpable, así era como me sabía cuando lo rechazaba, él me recriminaba con su mirada y al final terminaba cediendo, y eso, no puede suceder en este caso.
Veo el reloj en lo alto de la pizarra: faltan unos pocos minutos para la hora del almuerzo.
Mi pie se mueve de arriba hacia abajo en un intento por aminorar la ansiedad que su presencia me evoca... No para de afectarme y eso me está quebrando, me carcome por dentro muy lentamente. Él luce como alguien abierto y amigable pero no me atrevo a cuestionar nada sobre su vida porque es muy posible que al hacerlo, crea que tiene el derecho de lo mismo conmigo.
Sus dedos comienzan a golpear la superficie de la mesa provocando un ruido molesto para mis oídos. Tomo con cuidado su mano para detenerlo y, al instante, él me mira con una sonrisa deslumbrante en el rostro.
— ¿Qué te pasa, lindo?
El miércoles por la mañana, optó por llamarme de esta manera. Se acercó cuando estaba guardando mis libros en mi casillero y me preguntó qué clase tenía utilizando el apodo. No le respondí, me limité a mirarlo mal a pesar de que en mi interior existía una revolución. Puede que me haya agradado como también puede que no, aún no lo he decidido.
—Pasa que me pones nervioso —admito, susurrando—. Deja de hacer eso, no quieres saber hasta dónde llega mi paciencia.