CAPÍTULO 2
SORPRESA
Llegaba tarde a la clase de derecho y era de las materias que más le disgustaban, a pesar que a una pequeña parte de su ser le parecía interesante. Había conseguido la beca ese mismo año y no había sido por ella misma, sino por un primo de su padre que al parecer era un abogado y empresario exitoso que tenía contactos de sus contactos.
Así surgió la oportunidad como cayendo del cielo, a pesar que su padre hubiera preferido que fuera a cualquier otro lugar. No porque no le gustaba la educación y preparación de este país, si no por ser un orgulloso de su propio país y tener opiniones muy claras. Por supuesto, además de la inseguridad que le provocaba que su única y pequeña hija esté sola en una inmensa ciudad como esa. En cambio a su madre le resultó todo un desafío y una oportunidad única que no cualquiera puede tenerla; bueno en eso ambos coincidían, nadie podría negar que no cualquiera tenía dicha suerte.
El pasillo de la facultad parecía interminable cuanto más pasaba el tiempo, y ni hablar de las escaleras, que de tan largas Helen se preguntaba cuál sería la distancia del piso al altísimo techo de cada nivel. El ascensor estaba atiborrado de alumnos apurados, así que no le había quedado otra opción.
Normalmente llegaba a clase muy temprano, no por tener una gran energía sino por el pánico que le producía el simple hecho de pensar en entrar al aula con el profesor ya dentro dando clase. Le había pasado en Argentina y no iba a ser tiempo de que se esfumara el pánico; el cual se apoderó de ella al abrir la puerta del aula.
Allí estaba el profesor parado justo en frente a la puerta lateral. Interiormente maldecía al arquitecto al que se le había ocurrido tamaña tontería de colocar una puerta justo delante del escritorio del docente. ¿Acaso nunca había sido estudiante? O tal vez fue uno de esos nerds que están una hora antes y a los que les molesta que compañeros lleguen tarde porque pierden la concentración, claro; debía ser venganza. Estaba indignada, pero mayormente avergonzada y paralizada.
— Buenos días… disculpe — dijo ella con la voz tan metida en el pecho que tuvo que hacer un esfuerzo monumental en largar cada palabra, que salió aguda y apagada; hasta se preguntaba si la habría escuchado. Nada parecía poder ser peor hasta que notó que los ojos grises azulados o celestes grisáceos de su nuevo profesor rubio blanquecino, increíblemente alto y grande de hombros, vestido en su increíble traje que parecía hecho a medida, la escrutaban algo desencajados.
— Buen día — respondió el hombre llamado William, al mismo tiempo que asentía con la cabeza en señal de permiso para que pasara y tomara asiento. Sin dudarlo, entro rápidamente como si ni siquiera sus pequeños pies tocaran el piso y se sentó en el primer lugar que encontró vacío. Para su suerte, fue al lado de un grupo de compañeros conocidos. Inmediatamente se hizo pequeña en el asiento y lo más silenciosamente posible sacó su cuaderno y bolígrafo para tomar nota.
Definitivamente no podía creer que William estuviera allí, parado en frente dando clases. Su porte era maravilloso, pensó y en seguida intentó calcular su edad, nuevamente. ¿Tendría unos treinta años tal vez?, no, no podía ser. Su actitud claramente parecía de todo un hombre “hecho y derecho”, pero su rostro, su piel y su mirada no parecían de alguien tan grande, tal vez tendría unos poquísimos años menos.
Allí, escondida observó cada detalle suyo a la vez que se sorprendía de que fuera la primera vez que escuchaba su voz tan varonil, grave pero no tanto, algo ronca de vez en cuando que se aclaraba con un carraspeo. El traje era gris oscuro y todo su ser claro resaltaba. No heredó ni un poquito de pigmento, dedujo instintivamente Helen.
Él la miró y ella pensó que sería solo una ilusión aunque en seguida bajó de su nube y se puso en plan de responsable alumna atenta, aunque no hubiera escuchado ni una palabra de lo que decía. Solo rogaba que no le hiciera ninguna pregunta porque acabaría de hacer el ridículo por enésima vez, quizás.
Él se acercó un poco por el pasillo mientras hablaba sobre cosas en las que los periodistas debían tener cuidado, leyes que los protegían y a su trabajo, el terreno en el cual debían moverse y no salirse de los límites de tal. Cuando pasó a su lado volvió a mirarla. En ese momento ella pudo distinguir la barba que moldeaba su rostro, que de tan clara y corta podía ser imperceptible. Sin embargo, recordó haberse percatado anteriormente, cuando estaba un poco más larga.
Helen no había sido la única en descubrir tantas cosas que la maravillaban. A pesar de no parecerlo, William cada vez que tenía la oportunidad de mirarla descubría algo nuevo. Como por ejemplo, en ese momento advirtió que la joven no solo poseía la mirada más dulce y a la vez seria que hubiera conocido, sino que los ojos que antes parecían amarillos por el intenso color miel, ese día estaban verdosos. Intentaba no mirarla demasiado y mantenerse distante, porque nada bueno saldría de ello.