Más allá del lago

Capitulo 7 La región de las cuevas

Los seres de pelaje morado que arrastraban a Robecca eran silenciosos, pero veloces. Avanzaban por caminos cubiertos de piedras con forma de picos, como si conocieran cada rincón de ese terreno hostil.

—¡Suéltenme! — gritó Robecca, forcejeando con desesperación, moviéndose de un lado a otro para zafarse del agarre.

Uno de los monstruos, sin mediar palabra, le propinó un golpe en la cabeza. El impacto fue seco, brutal, tan duro como una roca. Robecca no pudo resistir y cayó, desmayada.

Cuando abrió los ojos, ya no estaba en ese mundo gris y rocoso. Todo a su alrededor había cambiado. Estaba en el jardín de su casa.

—Agh... debí quedarme dormida. Fue una horrible pesadilla — murmuró, frotándose los ojos.

Al levantar la vista, distinguió una figura familiar parada frente a ella.

—¡Papá! — exclamó con alegría.

Se incorporó rápidamente del césped y corrió hacia él. Su padre la recibió con un abrazo cálido, protector.

—Tuve una horrible pesadilla...

Pero él no respondía. No decía nada. No se movía.

—¿Papá...? — preguntó en voz baja, levantando el rostro para mirarlo a los ojos.

Lo que encontró en su mirada no era consuelo, sino algo extraño, oscuro.

—Tú... no eres mi hija — dijo él con una voz ajena, casi monstruosa.

Entonces, sin previo aviso, le lanzó un golpe directo al rostro.

—¡Ahhhhh!

Robecca se despertó de golpe, con el corazón acelerado. Su respiración era agitada, los ojos abiertos como platos. Miró a su alrededor, desorientada. No estaba en casa. No era un jardín. Era una cueva.

El suelo estaba cubierto de rocas. A unos metros, los seres de pelaje morado devoraban frambuesas podridas.

—La falta de comida me está afectando —

susurró, llevándose una mano al estómago.

Se puso de pie y caminó hacia la salida. Al asomarse, quedó paralizada: no había solo una ni dos cuevas. Había miles. Se extendían por el paisaje como un panal inmenso, apiladas unas sobre otras, tan grandes como casas.

El aire era gélido. Una neblina espesa cubría todo. No había árboles, solo picos de piedra emergiendo del suelo como lanzas.

—Esto es un infierno... — dijo en voz baja, observando las criaturas en sus cuevas.

Algunas calentaban su comida con pequeñas fogatas. Otras dormían sobre el suelo de piedra. La escena le resultaba inquietantemente familiar. Le recordaba los días en que salía con sus padres y veía a familias enteras viviendo en las calles, en pobreza extrema. Sus padres solían decirle: "Esfuérzate, no querrás terminar como ellos." Aquellas palabras, pensó ahora, eran crueles. Vacías de empatía.

Volvió a internarse en la cueva. Algo en las paredes llamó su atención: símbolos grabados, casi ocultos entre el polvo y las manchas moradas.

—Esos símbolos... se parecen a los de uno de los archivos de papá. ¿Qué está pasando? ¿Dónde estamos?

Pasó los dedos sobre la piedra, retirando el polvo hasta que un nombre quedó al descubierto.

—Mmm... ¿Vantus?

En cuanto lo pronunció, el suelo comenzó a temblar. Las criaturas apagaron las fogatas con tierra y salieron corriendo de la cueva. Robecca las siguió, hasta detenerse en el borde de la entrada.

Desde allí vio cómo el suelo se abría, con un crujido aterrador. Picos de piedra caían al abismo, la tierra se estremecía, y de la grieta emergía un calor húmedo, sofocante.

Entonces, una mano gigante surgió de las profundidades.




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