Mientras Rochelle, Gerald, Robecca y Elissabat enfrentaban lo desconocido en aquella tierra misteriosa, más allá del océano que la rodeaba, existía una isla cubierta de piedra y musgo. Era un refugio silencioso, un santuario para los que lograban escapar del otro lado del lago.
Allí, los cuatro líderes velaban por las almas perdidas que habían sido rescatadas.
El aire estaba cargado de tensión.
Entre truenos y gritos lejanos, unas pisadas firmes resonaron contra la roca húmeda.
Un hombre alto, de hombros anchos y mirada de acero, se detuvo en lo alto del acantilado. Su cabello rubio estaba empapado por la lluvia y su piel mostraba múltiples cicatrices, recuerdo de incontables batallas.
Era Arthur, uno de los cuatro líderes: fuerte, rudo y tan estricto como el hierro
—Hermanos y hermanas —rugió su voz, mezclándose con el estruendo del cielo
—. El portal del lago se ha abierto una vez más. Eso significa que nuevas víctimas de la corporación han llegado. Debemos encontrarlas antes de que las criaturas lo hagan... no queremos repetir lo ocurrido la última vez. Todos, prepárense para la bús—
—Siempre dando órdenes que no te corresponden —interrumpió una voz grave y serena.
Arthur apretó la mandíbula. A unos metros, apoyado en su bastón de madera negra, estaba Astharod, el cuarto líder. Su piel morena contrastaba con el resplandor del relámpago; su cabello y ojos oscuros reflejaban una calma inquietante. Una cicatriz cruzaba su rostro y nublaba su ojo derecho, ciego desde hacía años.
—Y tú —gruñó Arthur—, siempre metiéndote donde no te llaman.
Ambos se miraron con una tensión que parecía cortar el aire. Uno representaba la fuerza. El otro, la mente. Dos extremos que jamás lograban encontrarse.
—Los dos, basta. —La voz femenina se alzó con firmeza, templada pero autoritaria.
Era Agna, la tercera líder. Su cabello castaño claro caía sobre sus hombros empapados, y sus ojos color avellana destellaban con determinación. Su espíritu era como un diamante: fuerte, transparente y guiado por un corazón puro.
—No estamos aquí para medir egos —continuó—. El portal no se abre sin razón. Si nuevas vidas han llegado… debemos protegerlas.
El trueno volvió a rugir, mientras las olas golpeaban las rocas. En lo alto del acantilado, los tres líderes permanecieron en silencio por un instante, observando el horizonte brumoso donde el lago se unía con la niebla.
Y en algún lugar de ese horizonte...
Los recién llegados acababan de despertar
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Editado: 05.10.2025