El primer día del nuevo programa de acompañamiento llegó más rápido de lo que Tomás esperaba. Pasó toda la semana sintiendo una mezcla incómoda entre ilusión y miedo. No el miedo viejo, paralizante, sino uno nuevo: un miedo que anunciaba crecimiento. Como cuando uno está por dar un paso importante y el cuerpo, más sabio que la mente, entiende que está a punto de transformarse.
Esa mañana, Tomás llegó temprano al centro. El pasillo estaba silencioso, iluminado por la luz suave que entraba por los ventanales. Respiró hondo. Sus manos sudaban un poco, pero no intentó esconderlo. Era parte de él.
Se acercó a la sala donde se realizaría el primer encuentro y encontró a Estela preparando las sillas en círculo.
—Llegaste temprano —comentó ella, sin dejar de acomodar.
—No pude dormir demasiado —respondió él.
Estela sonrió, como si hubiera esperado esa respuesta.
—Eso es bueno. Significa que te importa.
Tomás se rió apenas, nervioso.
—¿Y si no tengo nada útil para decir?
—Tomás —dijo Estela con calma—, vos no estás acá para dar discursos. Estás acá para estar. A veces, la presencia es más poderosa que las palabras.
Él asintió, aunque aún no estaba seguro de creerle.
Cuando empezaron a llegar los participantes, Tomás sintió cómo su corazón se aceleraba. Eran seis jóvenes, algunos acompañados por familiares, otros solos. Todos con miradas que revelaban algo más profundo que miedo: vulnerabilidad.
Los saludó con una sonrisa tímida. No quería parecer forzado. Solo auténtico.
Estela abrió la reunión.
—Bienvenidos. Este es un espacio seguro, donde nadie está obligado a hablar, pero todos pueden hacerlo si lo necesitan.
Luego miró a Tomás.
—Y hoy tenemos a alguien especial con nosotros. Él no es terapeuta, no es instructor. Está acá porque entiende, desde adentro, lo que cada uno de ustedes está viviendo.
Tomás sintió una presión cálida en el pecho.
—Tomás —dijo Estela—, ¿querés presentarte?
Él dio un paso al centro. O eso sintió. En realidad, estaba apenas inclinado hacia adelante. Pero para él fue como subirse a un escenario invisible.
—Hola —comenzó—. Yo soy Tomás… y estuve donde ustedes están ahora. Con miedo, dudas, cansancio… y esa sensación de que el mundo te pide demasiado cuando apenas tenés fuerzas para darte un poco a vos mismo.
Los jóvenes lo miraban atentos. No era una atención tensa, sino curiosa. Como si buscaran en él una respuesta.
—No vengo a decirles que todo es fácil —continuó—. Vengo a decirles que nada de lo que sienten está mal. Y que, aunque hoy no lo vean, ya dieron un paso enorme: están acá.
Una chica de cabello oscuro alzó apenas la vista. Tomás reconoció esa mirada: la había tenido él mismo incontables veces.
—Todo empieza así —agregó—. Con estar. Con seguir viniendo aunque duela. Y con creer, aunque sea un poquito, que es posible mejorar.
Cuando terminó, Estela le hizo un gesto sutil de aprobación.
Había pasado la primera prueba.
A mitad de la sesión, Estela propuso una actividad sencilla: cada uno debía escribir en un papel su mayor miedo. No para compartirlo, sino para reconocerlo.
Tomás, aunque era colaborador y no participante, tomó un papel también. Sentía que debía ser parte del proceso. Escribió sin pensarlo demasiado:
“Tengo miedo de no estar a la altura de lo que otros ven en mí.”
Lo miró unos segundos. Esa era la verdad. Y verla escrita lo estremeció.
Mientras guardaban los papeles en una caja, uno de los jóvenes —un chico de unos veinte años llamado Matías— se acercó a él.
—¿Vos también tenés miedo? —preguntó.
Tomás se sorprendió. Había dado por hecho que los jóvenes no prestarían atención a su propio papel.
—Sí, claro —respondió—. Todos tenemos.
Matías frunció el ceño.
—Pero vos… parecés tan seguro.
Tomás soltó una sonrisa suave.
—La seguridad no es lo mismo que no tener miedo —explicó—. Es seguir adelante a pesar de él.
El chico lo miró fijamente, como si intentara descifrarlo.
—¿Y cómo aprendiste eso?
Tomás pensó durante unos segundos.
—Un día entendí que mis límites no eran lo que otros veían… sino lo que yo creía de mí mismo. Y cuando empecé a creer un poco más… cambié.
Matías respiró hondo, como si esas palabras hubieran desbloqueado algo en él.
—Yo quiero eso —dijo.
—Y lo vas a tener —respondió Tomás, sin dudar—. Vamos a hacerlo juntos.
Al finalizar el encuentro, Estela se acercó con una mirada cargada de satisfacción.
—Estuviste increíble —le dijo.
—No sé si tanto… —respondió él, encogiéndose de hombros.
—Lo que hiciste hoy no se enseña —insistió ella—. Se siente. Y vos lo transmitís.
Tomás bajó la mirada, conmovido.
—Estela… me di cuenta de algo durante la actividad.
—¿Qué cosa?
—Que todavía cargo con miedo. No tanto al esfuerzo… sino a decepcionar.
Estela apoyó una mano en su hombro.
—¿Decepcionarte a vos o a los demás?
La pregunta lo dejó sin palabras.
—No lo sé —respondió, con la honestidad desnuda de quien reconoce un espejo.
—Entonces ahí está tu próximo camino —dijo ella, con voz firme y cálida—. Aprender a diferenciar ese miedo. Y a soltar el que no te pertenece.
Tomás sintió algo aflojarse dentro. Un nudo antiguo, tal vez.
Un nudo que comenzaba a desatarse.
Esa tarde, Tomás caminó hasta su casa despacio, como si cada paso fuera parte de un ritual de introspección. Había sido un día transformador. No por un acto grandioso, sino por una suma de gestos: escuchar, hablar, estar.
Todo eso lo había acercado a una verdad que recién empezaba a comprender:
A veces no se trata de superar un límite, sino de aprender a construir un camino alrededor de él.
Cuando llegó a su habitación, abrió su cuaderno sin pensarlo.
La página en blanco lo esperaba como un terreno fértil.
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superación personal / empoderamiento, sanación interior, autoayuda emocional
Editado: 17.11.2025