Más allá del Límite - Hechos Reales

La Voz Que Se Había Callado Demasiado Tiempo

El segundo encuentro del programa estaba previsto para un miércoles por la tarde, y Tomás llegó con el mismo nudo en el estómago que lo había acompañado desde hacía días. Era un nudo extraño: no dolía, pero tampoco lo dejaba en paz. Se sentía como un recordatorio persistente de que estaba en un territorio inexplorado, caminando sin mapa, descubriéndose a cada paso.

El centro estaba más concurrido que la semana anterior. En los pasillos se escuchaban voces, ruedas de sillas de movilidad que se deslizaban suavemente sobre el piso pulido, risas, silencios, saludos tímidos. Cada persona traía algo diferente en su mirada: algunos venían con ilusión, otros con cautela, otros con esa mezcla de cansancio y esperanza que solo conocen quienes ya han peleado demasiado.

Tomás saludó a Estela al entrar en la sala.

—Hoy te veo distinto —dijo ella.

—¿Distinto cómo?

—Más… abierto. Como si algo hubiera cambiado adentro.

Tomás sonrió sin responder. No sabía exactamente qué había cambiado, pero sentía que algo se estaba moviendo. Algo que había estado dormido hacía mucho tiempo.

Estela terminó de acomodar unas hojas y le dio un pequeño cuaderno.

—Lo vas a necesitar hoy —dijo.

Tomás lo miró, intrigado.

—¿Para qué?

—Para escribir —respondió ella—. Y para escuchar lo que todavía no te permitís decir.

Los jóvenes llegaron uno a uno. Esa tarde se sumaron tres nuevos participantes, ampliando el grupo a nueve. Tomás notó que entre ellos venía una joven que lo observaba con una mezcla de timidez y admiración. Tenía unos veintidós años, cabello lacio hasta los hombros y una expresión que oscilaba entre fragilidad y valentía. Caminaba despacio, apoyándose en un bastón blanco.

Estela se acercó a ella y habló en voz baja, como quien guía sin imponerse.

—Él es Tomás —le dijo, refiriéndose a él—. Hoy nos va a acompañar.

La joven sonrió. Tenía una sonrisa sincera, la clase de sonrisa que ilumina incluso cuando no se ve con los ojos.

—Soy Alma —dijo ella.

Tomás extendió la mano. Alma la buscó con seguridad, como quien no necesita ver para reconocer una presencia.

—Bienvenida —dijo él.

Y algo en esa palabra, “bienvenida”, sonó diferente cuando la dijo para ella. Más cálido, más vivo.

Estela abrió la jornada con un ejercicio simple: cada participante debía presentarse y compartir una frase que definiera cómo se sentía ese día.

Las presentaciones fueron breves, casi susurradas.

—Cansado —dijo uno.

—Ansiosa —dijo otra.

—Confundido.

—Esperanzado.

—Con miedo.

Pero cuando le llegó el turno a Alma, su voz sobresalió como una nota distinta en una melodía apagada.

—Yo… me siento lista —dijo.

—¿Lista para qué? —preguntó Estela.

—Para recuperar algo que perdí sin darme cuenta: mi propia voz.

Tomás sintió un estremecimiento, como si esas palabras hubieran sido dirigidas también a él.

Porque él también había estado sin voz por años. Sin voz emocional. Sin voz interna. Sin voz para decir lo que necesitaba. Había aprendido a sobrevivir callando.

Y ahora, lentamente, estaba aprendiendo a hablar.

La actividad principal del día consistía en algo que, a primera vista, parecía sencillo: escribir una carta a uno mismo. Una carta desde el presente hacia el pasado.

—Quiero que le hablen a esa versión de ustedes que todavía tenía miedo —explicó Estela—. A ese “yo” que creía que no iba a poder. No importa si es una carta dulce, dura, triste o luminosa. Lo único que importa es que sea honesta.

Todos tomaron sus hojas.

Tomás abrió el cuaderno que Estela le había dado.

La hoja en blanco era un espejo.

No sabía por dónde empezar.

Pero entonces escuchó la respiración de los jóvenes, el roce de los lápices, el silencio que se cargaba de historias que nunca habían sido contadas.

Y empezó a escribir.

“A vos, al que fui…”

La frase le salió casi sola.

Siguió escribiendo sin pensar demasiado, como si las palabras se liberaran de un lugar donde habían estado encerradas durante años.

“No sé en qué momento empezaste a creer que eras menos que los demás.

No sé quién te hizo sentir que tus límites eran muros insalvables.

Pero quiero decirte algo que tardaste mucho en descubrir:

no estabas roto.

Solo estabas cansado.”

Tomás sintió un temblor en las manos.

“Creciste escuchando comentarios que te marcaron.

Creciste queriendo complacer al mundo porque creías que no merecías ocupar espacio.

Te callaste cuando deberías haber hablado.

Te escondiste cuando merecías brillar.

Pero aun así… seguiste.”

Cuando levantó la vista, Estela lo observaba desde lejos, con una expresión que mezclaba orgullo y ternura.

Ella sabía lo que él estaba haciendo.

Sabía lo que estaba liberando.

“Perdonate por haber tenido miedo tanto tiempo.

Perdonate por haber dudado de vos.

Y agradecete por seguir acá.

Porque gracias a vos, hoy estoy escribiendo esta carta.

Gracias a vos, sigo luchando.

Gracias a vos, me estoy encontrando.”

Después de la actividad, Estela invitó a quienes quisieran a compartir algo, aunque fuera una frase.

La mayoría pidió quedarse en silencio.

Pero Alma levantó la mano, con suavidad pero con firmeza.

—Quiero leer un pedazo —dijo.

Ella abrió su hoja. Sus dedos se movieron con una precisión adquirida, como si cada pliegue y cada borde fueran parte de un mapa táctil.

—“A la chica que fui… quiero decirle que la oscuridad no está en los ojos, está en lo que uno cree que nunca va a poder hacer. Pero descubrí que la vida también se toca, se huele, se escucha. Y que a veces, se ve… desde adentro.”

Un silencio profundo siguió a sus palabras.

No un silencio incómodo.

Un silencio que contenía respeto.

Tomás sintió que algo en su pecho se abría como una ventana.




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