Más allá del Límite - Hechos Reales

EL PESO INVISIBLE DE LAS ALAS ROTAS

Hay historias que no comienzan con una caída, sino con la sensación de estar cayendo desde siempre.

La historia de Lara era una de esas.

Nunca nadie lo sospechó. Para todos, Lara era “la chica fuerte”, “la que siempre puede”, “la que no se queja”. Pero la fuerza que todos celebraban era, en realidad, el muro que ella había construido para ocultar lo que llevaba adentro: un trastorno de movilidad que afectaba una pierna desde niña, una limitación que la obligaba a caminar con un pequeño arnés ortopédico y que, por años, le enseñó a ocultar el dolor detrás de su sonrisa.

Las alas rotas no siempre sangran.

A veces se esconden debajo de la ropa y del orgullo.

Ese orgullo era su escudo… y también su cárcel.

1. El mundo no la veía, pero la necesitaba perfecta

Desde que tenía memoria, Lara había aprendido dos cosas:

  1. La gente ama a los fuertes.
  2. La gente se cansa rápido de los que piden ayuda.

Su madre, una mujer de carácter severo y mirada de acero, solía repetirle:

“Si vos no podés con tu vida, nadie va a poder por vos.”

Lara creció repitiéndoselo como un mantra. Nunca pidió que la ayudaran a subir escaleras. Nunca dejó que notaran el dolor en su cadera. Nunca permitió que nadie supiera cuánto le costaba caminar después de un día largo.

Su vida era una coreografía ensayada: pasos medidos, risas contenidas, silencios estratégicos.

Una obra de teatro en la que ella interpretaba a la mujer perfecta, funcional, incansable.

Pero nadie puede fingir para siempre.

Había noches en las que se quitaba el arnés y caía en la cama sintiendo que sus piernas no le pertenecían. Había días en los que el dolor era tan intenso que ni siquiera podía concentrarse en lo que la rodeaba. Pero se obligaba a seguir, porque “seguir” era lo único que sabía hacer.

El verdadero problema, sin embargo, no era el dolor físico.

Era el miedo.

El miedo a que, si alguna vez dejaba de ser la fuerte, la gente la dejara de querer.

2. Una casualidad que no lo fue

El cambio en su vida comenzó un martes gris. El tipo de martes que pasa desapercibido, donde nada parece convertirse en recuerdo.

Salió tarde del trabajo, caminando con dificultad después de un día particularmente duro. En la esquina de su barrio, vio un afiche pegado de manera improvisada en un poste de luz:

“Encuentros de expresión creativa.

Arte para reconstruir historias.

No hace falta experiencia.

Hace falta ganas.”

Abajo, una flecha marcada con tiza blanca apuntaba hacia el centro cultural del barrio.

Algo dentro de ella se movió.

Quizás curiosidad.

Quizás necesidad.

Quizás un cansancio que ya no podía sostener sola.

Decidió entrar.

Ese pequeño acto —tan simple, tan insignificante desde afuera— fue en realidad un grito silencioso. Una súplica que ni ella misma sabía que estaba haciendo.

3. El taller donde las máscaras empezaron a caer

El centro cultural era humilde, con paredes descascaradas y mesas de madera vieja. Pero había algo en ese lugar que la desarmó instantáneamente: no había expectativas. Nadie la miraba esperando que fuera fuerte, competente, impecable. Nadie la analizaba. Nadie le pedía nada.

El coordinador del taller era Nicolás, un hombre joven, con barba descuidada y ojos atentos. Atentos de una manera distinta: no buscaban fallas, buscaban personas.

Lara entró intentando caminar lo más natural posible, escondiendo su ligera cojera como siempre lo hacía.

Nicolás se acercó:

—Bienvenida. Acá no venís a demostrar nada. Solo venís a ser.

Aquella frase la descolocó.

Le pareció absurda.

Y sin embargo, la atravesó como un flechazo.

“Solo venís a ser.”

¿Qué significaba eso, cuando toda su vida había sido construir versiones de sí misma para sobrevivir?

4. El arte como frontera y salvación

El primer ejercicio del taller era extraño:

“Dibujar el peso.”

Cada uno debía plasmar en una hoja aquello que le pesaba en el cuerpo, en la mente o en el alma. Una idea sencilla para algunos… pero devastadora para ella.

Lara tomó el lápiz.

Sus manos temblaban.

¿Qué iba a dibujar? ¿Su pierna? ¿Su dolor?

No. Eso sería demasiado obvio. Demasiado fácil.

En cambio, dibujó alas.

Un par de alas grandes, hermosas… pero quebradas por el medio, sostenidas por pequeños hilos que parecían a punto de romperse.

Alas deseando volar, pero incapaces de hacerlo por sí solas.

Cuando terminó, respiró hondo como si hubiera estado conteniendo la respiración durante años.

Nicolás pasó detrás de ella, vio el dibujo y no dijo nada.

No comentó, no interpretó, no opinó.

Solo apoyó suavemente una mano en la mesa, cerca del borde, y le hizo un gesto que quería decir:

Lo veo. Te veo.

Lara sintió por primera vez en mucho tiempo que alguien la veía sin exigirle nada.

5. La historia que nunca había contado

El taller avanzó semana tras semana. Pintaron, escribieron, moldearon arcilla, contaron recuerdos modificados por la imaginación. Pero había algo que ella seguía sin soltar: su propia historia.

Hasta que llegó una tarde de lluvia, con el ruido del agua golpeando el techo como si el cielo quisiera hacerlos hablar.

Nicolás propuso un ejercicio:

“Contá una verdad que nunca hayas dicho.”

El silencio en la sala fue inmediato.

Un silencio denso, espeso, que se convertía en un espejo donde todos evitaban mirarse.

Lara sintió un nudo en el pecho.

Quería hablar.

No quería hablar.

Las dos cosas al mismo tiempo.

Y entonces, sin saber cómo, sin saber por qué, abrió la boca.

—Yo… —dijo, y su voz sonó como un objeto olvidado—. Yo tengo miedo.

Todos la miraron.

—Miedo de que si algún día dejo de poder con todo… me dejen sola.




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