Hay personas que cargan una historia tan pesada que, sin notarlo, dejan de caminar hacia adelante y empiezan simplemente… a sostenerse en pie.
La historia de Mateo era así: una vida entera contenida en un equilibrio frágil, casi milimétrico, donde cada decisión parecía un riesgo demasiado grande y cada cambio un abismo.
Mateo vivió siempre entre dos mundos:
el de la esperanza que le enseñaba su madre…
y el del miedo que le enseñaba su propia mente.
No era una batalla visible.
No era un enemigo concreto.
Era un trastorno de ansiedad severo que lo acompañaba desde niño, y que había crecido con él como una sombra silenciosa que lo seguía a todos lados.
Pero un día, ese equilibrio frágil comenzó a romperse.
Y en esa ruptura, Mateo descubrió algo que jamás imaginó: que el coraje no consiste en no tener miedo, sino en avanzar aun cuando el miedo te respira en la nuca.
1. Cuando la ansiedad se vuelve casa
Desde muy pequeño, Mateo había sido “el niño nervioso”.
El que no dormía bien.
El que se preocupaba por cosas que los demás olvidaban al instante.
El que se sobresaltaba con cualquier cambio en la rutina.
A los ocho años, lloraba cuando su madre tardaba más de diez minutos en volver del trabajo.
A los doce, no podía hablar frente a desconocidos sin sentir que el aire se le escapaba.
A los dieciséis, le temblaban las manos cada vez que debía hacer algo nuevo.
Su casa era su refugio, pero también su prisión.
Allí no había sorpresas.
No había exigencias.
No había preguntas que no supiera responder.
La ansiedad, aunque le hacía daño, le ofrecía algo que él confundía con seguridad:
la sensación de que nada iba a cambiar.
Pero la vida cambia incluso cuando uno intenta detenerla.
2. El punto de quiebre
El día que todo cambió no tuvo nada de especial.
No hubo tragedias.
No hubo grandes eventos.
Solo hubo un temblor en sus manos cuando quiso salir de casa para ir a su trabajo de medio tiempo en una pequeña tienda.
Un temblor común. Conocido.
Pero esta vez, no se detuvo.
Creció.
Subió por su brazo.
Le oprimió el pecho.
La respiración se volvió torpe.
Los latidos, violentos.
El mundo, ajeno.
Se quedó paralizado frente a la puerta de su casa durante casi media hora.
Cuando finalmente se rindió, se dejó caer al piso.
Sabía lo que estaba pasando. No era la primera vez.
Un ataque de pánico.
Otro.
Uno más.
Pero esa vez hubo un matiz distinto:
no tenía fuerzas para seguir así.
Fue entonces cuando lo decidió:
Tenía que pedir ayuda.
Aunque le avergonzara.
Aunque le costara.
Aunque su orgullo le gritara que no era necesario.
Pidió ayuda.
Y ese acto, pequeño y monumental a la vez, marcó el inicio de su despertar.
3. El camino hacia el centro comunitario
Una vecina le habló del mismo centro cultural donde habían pasado Lara y otros jóvenes.
Le dijo que era un espacio tranquilo, diverso, donde nadie juzgaba a nadie.
Mateo dudó durante una semana.
Cada día se decía que iría.
Cada día se inventaba una excusa.
Hasta que su madre, sin decirle mucho, le dejó una nota en la mesa:
“No estás roto.
Solo estás cansado.
Y los que están cansados merecen descansar… y volver a empezar.”
Mateo guardó el papel en el bolsillo.
Respiró hondo.
Y caminó hacia el centro cultural.
Fue un trayecto corto.
Pero para él, tuvo el peso de una travesía entera.
4. Un lugar sin juicios
Cuando llegó, lo recibió la misma sala cálida que había contenido tantas historias antes que la suya.
Nicolás estaba acomodando materiales.
Mateo no podía hablar.
No sabía cómo explicar por qué estaba allí.
No sabía si sería aceptado, si sería comprendido.
Pero Nicolás no preguntó demasiado.
Solo dijo:
—Estás acá. Eso es suficiente por hoy.
Mateo sintió que algo dentro de él se aflojaba.
Las palabras eran simples…
pero nadie se las había dicho antes.
5. El peso de lo invisible
La primera actividad era escribir en un papel una frase que lo definiera.
Mateo escribió:
“Tengo miedo de decepcionar.”
La frase era honesta, pero incompleta.
No era solo miedo de decepcionar a los demás.
Era miedo de decepcionarse a sí mismo.
De no ser capaz.
De no ser suficiente.
Cuando Nicolás leyó la frase, no la cuestionó.
—¿Y si en lugar de miedo, lo llamamos carga? —preguntó—. ¿Qué pasaría si esa carga pudiera ponerse en palabras… o en arte?
Mateo no sabía.
Nunca había pensado su ansiedad como algo que pudiera transformarse.
Para él, era un monstruo silencioso.
Un enemigo.
Una sombra.
Pero algo en esa propuesta le generó curiosidad.
6. La escultura que reveló su alma
La siguiente semana trabajaron con arcilla.
La consigna: moldear “lo que pesa”.
Mateo no sabía por dónde empezar.
Sus manos temblaban cada vez que presionaba la arcilla.
Pero Nicolás le dijo:
—No busques la forma. Buscá la sensación.
Cerró los ojos.
Y dejó que sus dedos se movieran solos.
Cuando terminó, abrió los ojos y vio algo que lo dejó mudo:
Había moldeado un corazón…
pero no un corazón perfecto.
Era un corazón apretado por una soga que lo rodeaba y lo comprimía.
Un corazón vivo… luchando contra su propio aprisionamiento.
Nicolás se acercó y dijo:
—Tu ansiedad no es un enemigo. Es un corazón apretado que necesita espacio para latir.
Mateo sintió un nudo en la garganta.
Nunca había pensado su condición como algo que pudiera explicarse sin vergüenza.
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superación personal / empoderamiento, sanación interior, autoayuda emocional
Editado: 17.11.2025