Hay heridas que no se ven.
Hay batallas que nadie imagina.
Y hay personas que, aun rotas por dentro, siguen ofreciendo al mundo lo mejor que tienen.
La historia de Elena era precisamente esa: la historia de una mujer que perdió la luz… y que un día, sin saber cómo, decidió ir a buscarla de vuelta.
Elena había sido muchas cosas en su vida:
una joven llena de metas, una hermana protectora, una amiga fiel.
Pero por sobre todo, había sido una mujer de una sensibilidad extraordinaria.
Una sensibilidad que, cuando la vida se volvió demasiado dura, empezó a convertirse en su peor enemiga.
1. El derrumbe silencioso
Todo empezó después de una pérdida que le arrancó el alma desde adentro.
Perdió a su mejor amiga en un accidente repentino.
Una amiga que era su refugio, su sostén, su familia elegida.
La noticia cayó como un rayo sin aviso.
Un día estaban riendo.
Al otro, el mundo se había quedado sin sonido.
Elena cayó en un estado de tristeza profunda que no sabía poner en palabras.
No quería ver a nadie.
No quería hablar.
No quería comer.
No quería existir.
Pero nadie lo notó al principio.
Porque Elena era experta en sonreír aun cuando se desmoronaba.
Pasaron semanas, luego meses.
La tristeza ya no era tristeza: era un abismo.
Un pozo sin fondo que la succionaba día a día.
Hasta que un día, su cuerpo —ese que siempre había sido fuerte— dijo basta.
Tuvo un episodio de desmayo en plena calle.
La levantaron desconcertada, temblando, agotada como si hubiera corrido kilómetros sin parar.
Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que necesitaba ayuda.
No ayuda médica; no solo eso.
Ayuda emocional.
Ayuda humana.
Ayuda del tipo que te mira a los ojos y no te suelta aunque vos no puedas sostenerte.
2. El centro cultural como último intento
Una amiga del trabajo —que apenas la conocía, pero que tenía la intuición despierta— le habló del mismo centro cultural donde otras vidas habían empezado a florecer.
Elena dudó.
Dudó muchísimo.
Había perdido la energía incluso para intentar sanar.
Pero una tarde, cuando la casa se sentía demasiado vacía, demasiado silenciosa, demasiado parecida a una jaula emocional, se puso un abrigo y caminó hasta allí.
La puerta estaba entreabierta.
Había voces suaves desde adentro.
Y luces cálidas que invitaban, no imponían.
Nicolás la vio desde el fondo.
—Hola —le dijo—. Pasá. No tenés que decir nada hoy.
Elena sintió un alivio inesperado.
Estaba cansada de explicar su tristeza.
Cansada de justificarla.
Y por primera vez en meses, no tuvo que hacerlo.
3. Un espacio donde llorar está permitido
El taller de ese día consistía en escribir una carta a uno mismo del futuro.
Elena no sabía qué poner.
Solo veía una hoja en blanco y un dolor que no sabía traducir.
Los demás escribían.
Ella no podía.
Cuando Nicolás se acercó, vio la hoja vacía, pero no preguntó por qué.
—A veces —le dijo—, lo que no se puede escribir aún… es lo que más necesita ser escrito. Quedate tranquila. Estar acá ya es un acto de valentía.
Y esas palabras hicieron que algo dentro de ella se quebrara.
El llanto vino de golpe.
No un llanto suave, sino un llanto profundo, desgarrado, antiguo.
El llanto que había retenido desde el accidente.
Nadie la juzgó.
Nadie la silenció.
Nadie la miró con lástima.
Solo la abrazaron.
Un abrazo humano, necesario, reparador.
Y Elena comprendió que llorar no la hacía débil.
La hacía real.
4. El duelo transformado en arte
En las semanas siguientes, el taller se convirtió en su lugar seguro.
Su cuerpo todavía se sentía pesado.
Su alma, más.
Pero había empezado a expresarse, aunque fuera un poco.
Una tarde, Nicolás les pidió que construyeran una pieza que representara una ausencia que todavía dolía.
Elena dudó.
Pero tomó un trozo de madera y comenzó a lijarlo con una dedicación casi espiritual.
Después agregó lana, hilos, telas, pequeñas luces de batería.
Y construyó algo hermoso:
una silla en miniatura, vacía, iluminada por dentro.
La silla representaba a su amiga.
La luz interior, el amor que seguía vivo.
El vacío del asiento, la ausencia.
Cuando la expuso, varios compañeros se emocionaron.
No era una obra triste.
Era un homenaje.
Un recuerdo.
Una forma de decir “te extraño” sin romperse del todo.
Nicolás se acercó y murmuró:
—El amor no se va. Solo cambia de forma.
Y Elena lo supo.
Lo supo con una certeza que calmó por un momento la herida abierta.
5. El miedo a volver a vivir
Aunque avanzaba, había un obstáculo inmenso:
Elena tenía miedo de volver a ser feliz.
Porque sentía que ser feliz era casi una traición a su amiga.
Como si reír de nuevo significara olvidarla.
Como si sanar fuera borrar.
Pero un día, mientras pintaban en el taller, una chica del grupo la miró y dijo:
—No creo que tu amiga quisiera verte así. Creo que ella sería feliz si vos volvieras a brillar.
Esa frase penetró donde ninguna otra lo había logrado.
Le recorrió el pecho como una sacudida suave.
Y por primera vez, Elena consideró la posibilidad de que la felicidad futura no anulaba el amor pasado.
Esa noche lloró otra vez.
Pero no era el llanto del abismo.
Era un llanto de liberación.
6. La carta finalmente escrita
Un mes después del primer ejercicio —la carta al futuro que había dejado en blanco—, Nicolás volvió a proponerlo.
Elena tomó la hoja.
Respiró hondo.
Y escribió.
Escribió con una sinceridad que la sorprendió:
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superación personal / empoderamiento, sanación interior, autoayuda emocional
Editado: 17.11.2025