Más allá del Límite - Hechos Reales

CUANDO EL ALMA APRENDE A RESPIRAR

Hay momentos en la vida en los que no sabemos cómo seguir adelante, pero aun así lo hacemos.

Momentos en los que el cuerpo parece rendirse, la mente se satura y el corazón no encuentra refugio.

Sin embargo, desde el interior más profundo surge un impulso misterioso:

el alma quiere respirar.

Este capítulo cuenta la historia de Marina, una mujer que pasó años sintiéndose atrapada entre rutinas, diagnósticos, terapias y silencios que nadie sabía decodificar.

Una mujer que parecía estar viva… pero sin vida propia.

Hasta que un día, algo diminuto —pero inmenso a la vez— la despertó.

1. La vida acomodada que no la dejaba vivir

Marina tenía cuarenta y dos años y una discapacidad auditiva desde la adolescencia.

Aprendió a leer labios, a usar aparatos, a comunicarse por escrito, a sobrevivir.

Era independiente, trabajadora, amable, pero también era una experta en esconderse detrás de lo obligatorio.

Su vida estaba ordenada:

trabajo, casa, familia.

Todo bajo control.

Todo “normal”.

Pero por dentro, algo estaba apagado.

Era como vivir detrás de un vidrio grueso: veía el mundo, pero no lograba tocarlo.

Cuando tenía un día difícil, su frase favorita era:

—No pasa nada, sigo.

Y seguía… aunque cada vez quedaba menos de ella en ese seguir.

2. El quiebre inesperado

Una mañana cualquiera, mientras estaba en su oficina, el cansancio emocional alcanzó un punto que ya no pudo disimular.

Se le cayeron varios documentos al suelo.

Nada grave.

Pero ese pequeño accidente la rompió.

Se quedó inmóvil, con las hojas desparramadas a sus pies, sintiendo un nudo en el pecho que no sabía nombrar.

El pecho dolía, la respiración era corta, el mundo parecía distante.

La jefa se acercó, preocupada:

—¿Marina, estás bien?

Ella quiso responder que sí.

Quiso repetir su clásico “no pasa nada”.

Pero la voz no salió.

En su lugar, salieron lágrimas silenciosas.

Ese día dejó el trabajo antes de tiempo.

No estaba enferma.

Estaba agotada de sostenerse.

3. El taller que llegó como un accidente divino

Su sobrina, que practicaba danza contemporánea, la invitó a acompañarla a un taller libre para adultos.

Marina no quería, pero no tenía argumentos para decir que no.

Cuando llegó, vio un espacio luminoso, con música suave que vibraba más en el pecho que en los oídos.

Gente de distintas edades moviéndose sin vergüenza, sin técnica obligatoria, sin juicios.

La profesora, una mujer de mirada dulce, se acercó a ella y le entregó una frase escrita en un papel:

“Acá no se baila bien. Acá se baila verdad.”

Y esa frase atravesó todas las defensas que Marina había levantado en años.

4. El primer movimiento

La clase comenzó con algo simple: caminar libremente por el salón.

Caminar. Nada más.

Pero para Marina no fue simple.

Se sentía torpe, expuesta, fuera de lugar.

Tenía miedo de que la miraran, miedo de no entender las indicaciones, miedo de no estar “a la altura”.

La profesora, al notarla rígida, se acercó por detrás y con un gesto suave guió su respiración.

—Soltá —le dijo.

Y por primera vez en mucho tiempo, Marina soltó.

No todo.

Pero un poquito.

Apenas lo suficiente como para empezar a moverse sin pensar.

Fue un avance minúsculo, pero para ella… fue enorme.

5. La emoción que brotó del cuerpo

En una de las dinámicas, les pidieron representar un recuerdo usando solo movimientos.

Marina eligió uno:

el día en que, a los 15 años, empezó a perder la audición después de una fuerte infección.

Recordó la confusión.

La sensación de flotar en silencio.

El miedo a que ese silencio fuera permanente.

La frustración de no entender lo que otros decían.

El aislamiento que vino después.

Y mientras movía los brazos y encorvaba el torso intentando expresar ese peso, algo profundo se liberó.

No lloró con los ojos.

Lloró con el cuerpo.

Con cada músculo, con cada respiración contenida, con cada temblor.

Cuando terminó, todo el grupo estaba en silencio.

La profesora tomó su mano y escribió en su palma:

“Lo que sentís también respira. Dejalo salir.”

Fue la primera vez que Marina sintió que alguien entendía su dolor sin necesidad de escuchar una sola palabra.

6. Descubrir que la vulnerabilidad también comunica

Las semanas siguientes fueron un proceso de exploración inesperado.

Marina aprendió que bailar no era “seguir pasos”, sino permitir que el alma hablara a través del cuerpo.

Aprendió algo que nunca nadie le había dicho:

No necesitás oído para sentir.

No necesitás voz para expresarte.

No necesitás perfección para existir.

El taller era un refugio donde podía equivocarse, detenerse, avanzar, sentir y volver a empezar.

El movimiento, lejos de ser una performance, era un acto de libertad.

Una declaración de presencia.

Un “acá estoy” sin sonido, pero lleno de sentido.

7. El día en que su mundo se ensanchó

Un ejercicio cambió todo.

La profesora les pidió formar parejas y sostenerse mutuamente con los antebrazos, dejando que el peso del cuerpo se repartiera entre ambos.

Marina quedó con un hombre mayor, robusto, de sonrisa tranquila.

Él le mostró cómo inclinarse hacia adelante y confiar en que no iba a caer.

El vértigo la asustó.

Quiso retroceder.

Pero él murmuró —despacio, marcando bien las palabras para que pudiera leerle los labios—:

—Yo te sostengo. Soltate.

Y Marina se soltó.

Sintió la fuerza ajena sostener la suya.

Sintió la tensión del cuerpo aflojar.

Sintió la respiración volver.




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