Algunas historias no comienzan con una caída ni con un grito.
Comienzan con un susurro, una sensación que se mete bajo la piel sin pedir permiso.
Una inquietud suave, casi imperceptible… hasta que un día se vuelve gigante.
Así empezó la historia de Rocío, una mujer de treinta y seis años con una discapacidad visual progresiva.
No era ciega.
Pero cada año veía un poco menos.
Como si alguien fuera bajando la luz del mundo, dimmer en mano, sin explicación y sin pausa.
Ella vivía en un equilibrio frágil entre lo que podía ver y lo que temía perder.
Su vida entera se organizaba alrededor de esa incertidumbre.
Pero lo que no sabía —todavía— era que la fortaleza más grande que poseía no estaba en sus ojos, sino en lo que había aprendido a sentir con todo su ser.
Este es el capítulo donde Rocío descubre que, incluso cuando la luz se apaga, existen otras maneras de iluminar el camino.
1. Vivir en sombras que avanzan despacio
Rocío trabajaba en una pequeña empresa de artesanías.
Decoraba tazas, cuadernos y piezas de cerámica usando texturas, relieve y color.
Aprendió a hacerlo cuando su visión ya no era completa, adaptándose como podía.
Su diagnóstico era simple y cruel:
—Tu condición es progresiva —había dicho el oftalmólogo—. No sabemos cuándo se detendrá.
Ella vivía entre controles médicos, lentes especiales, aplicaciones con zoom máximo y anotaciones enormes en su agenda.
Cada mañana hacía lo mismo: se levantaba, abría la ventana y parpadeaba varias veces intentando captar cuánto mundo le quedaba nítido.
Era un ritual íntimo, silencioso, lleno de esperanza y de miedo.
2. El día que creyó que ya no podía más
Una tarde de invierno, mientras decoraba una taza para un regalo corporativo, su mano falló.
No porque temblara, sino porque no vio un borde que antes sí veía.
El pincel patinó.
La pintura se corrió.
La pieza quedó arruinada.
No era la taza.
Era el símbolo.
Era la prueba de que su visión había disminuido un poco más.
Rocío dejó el pincel.
Apoyó la frente en la mesa.
Sintió el corazón pesado.
—Estoy perdiendo… —susurró, sin terminar la frase.
En ese momento no lloró.
No gritó.
No tuvo la fuerza ni para la desesperación.
Solo se quedó quieta, como si la inmovilidad pudiera detener también el avance de la enfermedad.
3. La visita que cambió el rumbo
Esa misma semana llegó al taller una nueva coordinadora de arte inclusivo:
Paula, una mujer luminosa, paciente, con una inteligencia suave que no imponía, sino que invitaba.
Paula observó a Rocío en silencio durante varios días antes de acercarse.
Una tarde le dijo:
—Vos no necesitás ver cada detalle para crear algo hermoso. Necesitás confiar en tus manos.
Rocío soltó una risa corta y amarga.
—Mis manos no pueden reemplazar mis ojos.
Paula solo puso sobre la mesa una cesta llena de objetos.
—Probemos un ejercicio. Quiero que toques todo lo que hay aquí sin mirar.
Había telas, piedras, madera, metal, plástico, cuerdas, lanas.
Rocío pasó las manos lentamente por cada textura.
Paula le dijo:
—Eso que estás haciendo… es ver con otra parte de vos.
Y por primera vez en semanas, Rocío sintió un pequeño destello dentro suyo.
No era esperanza.
Era curiosidad.
La curiosidad que anuncia el comienzo de un cambio.
4. Aprender a ver de otra manera
Paula comenzó a trabajar con ella dos veces por semana.
No para enseñarle a renunciar, sino para enseñarle a transformarse.
Hacían ejercicios táctiles, auditivos, de memoria espacial.
Aprendían a usar sombras, relieves, contrastes muy marcados.
Combinaban artesanías con texturas que no dependían exclusivamente de la vista.
Poco a poco, Rocío empezó a descubrir algo increíble:
Podía seguir creando.
Solo tenía que hacerlo desde otro lugar.
Un día, Paula le dijo:
—La pérdida no te quita talento. Te obliga a descubrirlo de nuevo.
Y esa frase se transformó en un mantra que Rocío empezó a repetir cuando el miedo quería ganar.
5. El punto de quiebre: la exposición anunciada
Un viernes por la tarde, el director del centro anunció que participarían de una exposición colectiva sobre arte inclusivo.
Todos se entusiasmaron.
Todos… menos Rocío.
Pensar en exponer algo la aterraba.
¿Qué pasaría si las piezas no salían bien?
¿Qué pasaría si la gente señalaba sus errores?
¿Qué pasaría si sus limitaciones quedaban en evidencia delante de todos?
Paula lo notó al instante.
—No estás obligada a participar —le dijo—. Pero mirá que a veces evitamos los desafíos que más necesitamos.
Rocío suspiró.
—No sé si estoy lista.
—¿Y quién te dijo que tenés que estarlo? —respondió Paula—. Hay caminos que se empiezan sin estar preparada. Y justamente por eso funcionan.
La idea la asustaba.
Pero también la atraía.
6. La pieza que nació del dolor… y la valentía
Rocío decidió intentarlo.
No sabía qué iba a crear.
Solo sabía que debía hacerlo con honestidad.
Durante varias noches, se quedó sola en el taller.
Con la luz baja.
Con música suave.
Con materiales que aprendió a reconocer con las manos.
Y creó algo que la sorprendió incluso a ella:
una pieza de cerámica con relieves profundos que representaba dos manos:
una guiando y otra dejándose guiar.
Una recibiendo luz.
Otra transmitiéndola.
No era un símbolo de pérdida.
Era un símbolo de evolución.
Cuando la terminó, Paula se emocionó.
—Esto… esto es una obra que se siente. No importa cuánto se vea. Importa cuánto transmite.
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superación personal / empoderamiento, sanación interior, autoayuda emocional
Editado: 17.11.2025