Hay dolores que no se curan:
se transforman.
Dolores que no desaparecen:
aprenden a convivir con quien los carga.
Dolores que no piden permiso para entrar:
simplemente se instalan.
Y hay personas que, aun rotas, deciden seguir caminando.
Este capítulo cuenta la historia de Rosa, una mujer de cincuenta y un años cuya vida cambió por completo después de un accidente que le dejó una discapacidad motriz permanente.
Pero más que un accidente, lo que realmente la marcó fue lo que vino después:
la lucha por recuperar una vida que ya no existía de la misma forma,
y la decisión valiente de reconstruirse desde cero.
Porque Rosa no volvió a ser la de antes.
Fue algo más.
Algo nuevo.
Algo más fuerte que el dolor.
1. La mañana que partió en dos su historia
Rosa estaba apurada.
Tenía que llegar al trabajo, entregar informes, preparar un almuerzo rápido para sus hijos adultos que ya casi no comían en casa pero que seguían siendo su excusa para acelerar cada día.
Era una mañana común, salvo por un detalle:
se sintió cansada.
Muy cansada.
Un cansancio que no debería estar ahí.
Tomó el auto igual.
Un error que reconocería después, con rabia y con culpa injusta.
El choque fue inesperado.
Un cruce sin visión, un conductor distraído, una fracción de segundo que no dio tiempo a nada.
El estruendo.
El impacto.
El silencio después del ruido.
Y luego, la oscuridad.
2. Despertar en un cuerpo que ya no obedecía
Cuando abrió los ojos en el hospital, lo primero que sintió fue el olor a desinfectante.
Lo segundo, el dolor.
Lo tercero, la ausencia.
Las piernas no respondían.
No había fuerza.
No había sensación.
Los médicos hablaban en tono profesional, midiendo las palabras con cuidado:
—El accidente afectó la columna…
—La rehabilitación será larga…
—Probablemente no recupere por completo la movilidad…
Probablemente.
Esa palabra la atravesó como un cuchillo.
Rosa no gritó.
No lloró.
No dijo nada.
Solo cerró los ojos y deseó que todo fuera una pesadilla.
Pero no lo era.
3. La furia que nadie vio venir
Los primeros meses fueron un infierno.
Literal.
Rosa odiaba su silla, odiaba la terapia, odiaba depender de otros, odiaba la lástima ajena, odiaba el espejo, odiaba el recuerdo de la persona que había sido.
Estaba furiosa con la vida.
Con los médicos.
Con el destino.
Con el mundo.
Pero, sobre todo, estaba furiosa consigo misma.
—¿Por qué tomé el auto? —repetía en silencio.
—¿Por qué no presté atención?
—¿Por qué justo a mí?
Sus hijos intentaban acompañarla, pero ella no dejaba que la vieran débil.
Los alejaba.
Los cortaba.
Prefería el enojo antes que la compasión.
En su interior, una frase se repetía como un mantra oscuro:
“No quiero esta vida.”
Y aunque nadie lo escuchaba, ese pensamiento la estaba consumiendo.
4. La visita que lo cambió todo
Un día, mientras ella seguía sumida en la indiferencia, una mujer entró a su habitación de rehabilitación.
Era pequeña, de rostro dulce, cabello gris y sonrisa franca.
—Soy Teresa, la psicóloga del centro. ¿Puedo sentarme?
Rosa no respondió.
Teresa se sentó igual.
—No vine a que me cuentes cómo te sentís —dijo—. Vine a esperar, si algún día necesitás hablar.
Esa simple frase irritó a Rosa.
No quería compañía.
No quería contención.
Quería su vida anterior.
Pero Teresa no se iba.
Solo se quedaba, a veces en silencio, a veces contando historias de personas que habían atravesado cambios irreversibles y aun así habían encontrado un sentido nuevo.
Rosa la escuchaba sin escuchar.
Hasta que un día Teresa dijo algo que la desarmó:
—Vos no perdés la vida. Perdés una forma de vivir. Y eso, aunque duela, significa que podés construir otra. No igual. No menor. Otra.
Por primera vez, Rosa sintió una grieta en su muro interno.
5. La rehabilitación que no era solo física
Al mes siguiente, Teresa le propuso asistir a un grupo pequeño de pacientes del centro.
Todos con historias diferentes, todos con dolores invisibles, todos con la voluntad —mínima pero real— de no quedarse quietos.
Rosa no quería ir.
Pero algo dentro suyo, quizás pura curiosidad, quizás cansancio del silencio, la impulsó a aceptar.
El grupo estaba formado por:
No hablaban de diagnósticos.
Hablaban de miedos.
De enojos.
De frustraciones.
De pequeñas victorias cotidianas.
Y ahí, Rosa escuchó una frase que la marcó de por vida. La dijo el joven con amputación:
“Yo no perdí mi pierna. Gané una versión de mí mismo que nunca hubiera encontrado sin esto.”
Rosa sintió un estremecimiento.
No estaba lista para creerlo.
Pero tampoco podía ignorarlo.
6. El ejercicio del espejo
Un día, la terapeuta ocupacional les propuso un ejercicio:
sentarse frente a un espejo y describirse sin usar adjetivos negativos.
Rosa fue la última.
Se negó al principio.
Pero todos la miraron con solidaridad, no con lástima.
Respiró hondo y dijo:
—Soy… una mujer que no sabe cómo seguir.
La terapeuta sonrió.
—Perfecto. No dijiste nada negativo. Ahora agregá algo más.
Rosa tragó saliva.
—Soy… alguien que, aunque no quiera, sigue estando acá.
—Y eso —dijo Teresa, desde un rincón— es coraje.
Rosa bajó la mirada.
#91 en Paranormal
#31 en Mística
#1097 en Otros
#7 en No ficción
superación personal / empoderamiento, sanación interior, autoayuda emocional
Editado: 17.11.2025