Tierras Altas de Escocia, 1315.
El sol caía lento sobre las colinas escocesas, tiñendo de oro los pastos ondulantes y los peñascos cubiertos de brezo. El sonido de los cascos resonaba sobre la tierra húmeda mientras dos jinetes atravesaban el paisaje, sus capas ondeando al viento, marcadas por el polvo del viaje y el peso de la guerra reciente
Caelan McGregor mantenía la vista al frente, los ojos azul acero entrecerrados por la luz del atardecer. Era un hombre imponente, de hombros anchos y estampa firme. Su cabello oscuro, largo y ligeramente ondulado caía hasta los hombros, recogido parcialmente con una cinta de cuero. Una cicatriz fina cruzaba su ceja izquierda, recuerdo de una emboscada durante la campaña por la independencia. Tenía veintiocho años, y cada arruga de su frente hablaba de batallas, decisiones y lealtades que pesaban más que la espada que colgaba a su lado.
A su izquierda cabalgaba Aidan MacLeod, su amigo desde la infancia, tan alto como él, aunque de constitución algo más ágil. Su cabello rojizo y ondulado brillaba bajo el sol, y sus ojos verdes observaban el mundo con una mezcla constante de burla y sabiduría. La sonrisa fácil que lo caracterizaba apenas asomaba ahora, sustituida por una expresión de silencio reflexivo.
—¿Estás pensando en Bannockburn otra vez? —preguntó Aidan tras unos minutos de trote silencioso.
Caelan no apartó la vista del camino.
—Es difícil no hacerlo. Hay cosas que uno no olvida, por más que lo intente.
—Tampoco deberías olvidar que vencimos. Que ahora Escocia respira libre.
Caelan soltó un resoplido casi imperceptible.
—Libre Aidan, aún no han terminado de enterrar a los muertos, y ya hay rumores de traición entre clanes. Robert puede haber ganado la batalla, pero la paz... esa es otra guerra.
—Tienes el alma más pesada que una roca del Ben Nevis —bromeó Aidan, pero su tono no tenía la ligereza habitual.
Ambos sabían lo que Caelan sentía. Había liderado hombres que no regresaron. Había dado la vida por un rey, por una causa, por un país... pero en su interior, algo seguía vacío.
—¿Y qué dice tu padre del futuro del clan? —preguntó Aidan, cambiando de tema mientras el castillo McGregor comenzaba a asomarse a lo lejos, en lo alto de una colina rodeada de bosques.
—Quiere que me case —dijo Caelan con sequedad.
Aidan lo miró con una ceja alzada.
—¿Y tú?
—No lo sé. No siento que haya espacio para eso en mí. No ahora.
—¿Porque no encuentras a nadie... o porque no te lo permites?
Caelan giró lentamente la cabeza, mirándolo con una mezcla de fastidio y resignación.
—A veces me pregunto si hay algo más allá de la espada y el juramento. Si en algún rincón del mundo podría ser solo un hombre… no un McGregor, no un guerrero.
Aidan sonrió de lado.
—Quizá debas dejar que el destino responda por ti. Tiene maneras curiosas de irrumpir en la vida de un hombre cuando menos lo espera.
Caelan no respondió. Solo apretó las riendas y siguió cabalgando.
Horas después, los hombres se detuvieron al pie del castillo McGregor, una fortaleza de piedra gris que se alzaba firme sobre una colina neblinosa. Los guardias saludaron con respeto, y el sonido de los cascos resonó con fuerza al atravesar el patio principal.
Dentro, el ambiente era cálido, impregnado de humo, pieles secas y voces masculinas. Guerreros entrenaban en el patio interior; sirvientes cruzaban con tinajas de agua y cestos de pan. Todo era movimiento y rutina. Todo seguía igual.
El laird Duncan McGregor, padre de Caelan, aguardaba en la sala del trono menor, una cámara austera decorada con tapices del clan y escudos de guerra. Era un hombre de edad avanzada pero aún robusto, con una barba gris trenzada y ojos duros que habían visto demasiadas estaciones.
—Has regresado —dijo con voz grave al ver a su hijo.
Caelan se inclinó levemente.
—El Rey agradece la lealtad de nuestra sangre. Los ingleses retroceden, pero no debemos confiarnos.
—Nunca lo hacemos —replicó Duncan, posando la vista en su hijo. ¿Y tú? ¿Te has planteado ya el siguiente paso?
—¿Os referís al casamiento otra vez?
—Me refiero al futuro del clan, Caelan. El nuestro. No todo se gana con espadas.
Caelan alzó el mentón.
—No lo he olvidado.
Aidan intervino con una sonrisa diplomática.
—Mi laird, si se trata de asegurar alianzas… os aseguro que no faltan doncellas que suspiran por nuestro Caelan. Aunque, claro, él es más difícil de conquistar que una torre inglesa.
Duncan soltó una carcajada breve, mientras Caelan negaba con la cabeza.
—Mañana partiré de nuevo —anunció el joven. Quiero revisar los límites del norte. Aún hay movimiento extraño cerca de las rutas inglesas.
—Hazlo —Pero recuerda que también necesitas tiempo para vivir —dijo su padre, y por un instante, hubo un destello de ternura tras la máscara severa.
Esa noche, Caelan se detuvo en lo alto de las murallas. Desde allí, el paisaje se extendía como un manto vivo bajo la luna. El aire era fresco y el silencio profundo.
—¿Y si nunca encuentro paz? —murmuró para sí mismo.
Aidan se acercó a su lado, sosteniendo dos copas de madera. Le ofreció una.
—Quizá no se trata de encontrarla. Quizá se trate de crearla.
Caelan aceptó la copa, y por un momento, permitió que el peso sobre sus hombros se desvaneciera un poco.
Aún no sabía que, en unos días, un grito en los bosques lo llevaría a encontrar algo que jamás esperó… y a alguien que rompería todas sus certezas.