Más allá del odio

Capitulo 3

Frontera anglo-escocesa

El amanecer llegó envuelto en niebla. Una bruma espesa cubría los campos y colinas, como si el mundo aún no estuviera listo para despertar. Dos figuras avanzaban a pie por un sendero fangoso, ocultas por capas sencillas, cubiertas de polvo, barro y determinación

Eleanor apretaba los dientes. Sus botas, antes pulcras y elegantes, estaban rotas en las puntas. Cada paso dolía, pero no más que el ardor en su mejilla, donde aún persistía el eco de la bofetada de su padre.

—¿Estás bien? —preguntó Lillian, con la voz suave, rompiendo el silencio que las había acompañado desde la última aldea.

Eleanor asintió sin girarse. Tenía los ojos fijos en el horizonte. Ya no sabían cuántos días llevaban caminando, evitando caminos principales, escondiéndose de patrullas inglesas y bandidos por igual. Cada milla las acercaba a Escocia… y a lo desconocido.

—A veces pienso si fue una locura —murmuró Eleanor al fin. Dejarlo todo así.

Lillian le tocó el brazo con delicadeza.

—Fue una locura necesaria.

Recordar aún le dolía. Su padre, Lord William Ashcombe, le había anunciado el compromiso como si le hiciera un favor. Un pacto político. Una unión con un noble viudo, más del doble de su edad, cuya reputación de crueldad era temida incluso por sus sirvientes. Eleanor había protestado. Gritado, suplicado. Pero su negativa fue recibida con desprecio… y violencia.

Fue entonces cuando Lillian, su amiga desde la infancia, le propuso huir. Un plan arriesgado, pero mejor que una vida en cadenas.

—¿Sabes cuánto falta? —preguntó Eleanor, frotándose los brazos mientras el viento frío le calaba hasta los huesos.

—Según el mapa del fraile que nos ayudó… unas dos jornadas más, si el clima no empeora.

Eleanor cerró los ojos por un instante. Había sido un milagro que aquel clérigo viajero las reconociera en la posada y, en lugar de entregarlas, les ofreciera ayuda: comida, abrigo y un mapa secreto que mostraba un paso poco vigilado hacia las Tierras Altas.

Pero la libertad no era sencilla.

—Los escoceses nos odiarán —dijo Eleanor en voz baja. Somos inglesas.

Lillian no respondió al principio. El sonido de los cuervos sobrevolando los árboles era lo único que llenaba el aire.

—No todos —dijo finalmente—. Tal vez no todos. Y no iremos vestidas como damas. Nadie sabrá quiénes somos.

—No soy buena mintiendo.

—Entonces aprende. O reza.

El paisaje comenzaba a cambiar. El terreno se volvía más agreste, los árboles más altos, las colinas más abruptas. Ya no veían aldeas, ni signos de caminos transitados. Solo piedra, viento y cielo.

La segunda noche la pasaron en un claro al borde de un arroyo. Comieron pan duro y un poco de queso seco. Eleanor apenas probó bocado. Lillian encendió un pequeño fuego, protegido entre rocas.

—¿Recuerdas cuando soñábamos con escaparnos de niñas? —dijo Lillian, con una sonrisa nostálgica. Hablábamos de ir a París o a Italia. De vivir del canto o la pintura.

Eleanor soltó una carcajada baja.

—Y acabamos cruzando la frontera hacia Escocia, perseguidas y hambrientas. Maravilloso plan.

—Aún podemos cantar, si sobrevivimos.

—Mi voz se congeló hace dos días.

Ambas rieron, y por un momento, el peso del miedo se disipó.

—¿Qué esperas encontrar allí? —preguntó Lillian, más seria.

Eleanor miró las llamas. No respondió de inmediato.

—Paz —dijo al fin—. No sé cómo, ni dónde… pero quiero sentir que mi vida me pertenece. Aunque sea por un instante.

Lillian asintió. Ella también escapaba, aunque su historia era menos trágica. Su familia era noble, pero pobre. No había sido prometida a nadie, pero sabía que su destino no estaba en bailes ni bordados.

—Quizá nos encontremos con un par de highlanders apuestos —dijo con una sonrisa traviesa.

Eleanor la miró con una ceja alzada.

—¿Y que nos rescaten en brazos, como en tus historias?

—O nos roban —rió Lillian. O nos atan a un árbol y nos obligan a moler cebada.

Eleanor suspiró.

—Con tal de no volver a casa…

—Nunca volveremos.

Se quedaron en silencio, escuchando el viento entre los árboles.

La mañana siguiente fue más dura. El cielo se nubló y comenzó a lloviznar. El frío era más intenso, y el sendero, cada vez más empinado. El bosque parecía más denso, más salvaje. A media tarde, Eleanor notó huellas frescas en el barro.

—¿Viste eso? —preguntó.

Lillian asintió. Se agachó y tocó la huella con los dedos.

—Hombres varios. Hace poco.

Eleanor sintió el corazón acelerarse.

—¿Bandidos?

—O soldados. Pero si fueran ingleses, ya nos habrían alcanzado.

No sabían que al otro lado del bosque, los ojos de alguien más ya las observaban.

En lo alto de una colina, oculto tras los árboles, un grupo de hombres las había divisado desde hacía horas. Cinco bandidos, armados con dagas y arcos, curtidos por el robo y la guerra.

—Parecen nobles venidas a menos —murmuró uno. ¿Visteis los anillos?

—Y esas botas no son de campesinas —dijo otro, lamiéndose los labios.

El que parecía el líder sonrió con malicia.

—Esperad a que bajen la guardia. Cuando estén en el claro, las tomamos. Sin matarlas… si se portan bien.

Eleanor y Lillian no sabían que el bosque estaba a punto de cerrarse sobre ellas. Que su travesía no solo las llevaría a tierra de escoceses… sino al umbral del peligro más oscuro.

Lo que tampoco sabían era que, al mismo tiempo, un jinete se acercaba por un camino paralelo. Uno que acabaría uniéndose al suyo… de forma violenta e inesperada.




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