La noche caía como un velo de sombra sobre el bosque. Entre los árboles, las últimas luces del sol teñían las hojas de rojo, como si la tierra misma sangrara. Eleanor y Lillian se refugiaban en un claro junto a unas rocas cubiertas de musgo. El fuego que intentaron encender no prendía con la humedad. Las ramas crujían en la distancia. Demasiado.
—Esto no me gusta —murmuró Lillian, abrazando sus rodillas.
Eleanor también estaba inquieta. Tenía la sensación de que algo las observaba desde hacía horas. El aire era demasiado silencioso. Ni grillos ni pájaros. Solo el susurro del viento… y de vez en cuando, el crujido de una rama seca. Se levantó despacio y cogió la pequeña daga que llevaban por precaución.
—No nos alejemos del claro —dijo en voz baja.
Pero ya era tarde.
De entre los árboles surgieron cinco figuras. Hombres harapientos, armados con dagas, arcos y sonrisas torcidas. Uno de ellos silbó, burlón.
—Qué hallazgo más dulce —dijo. Dos palomas extraviadas, sin nadie que las cuide.
Eleanor retrocedió un paso, pero no huyó. Lillian se puso a su lado, pálida pero firme.
—No llevamos nada de valor —dijo Eleanor. Solo queremos pasar.
—Oh, nos encargaremos de comprobarlo —replicó el líder, avanzando.
El grupo las rodeó. Uno de ellos se acercó demasiado a Lillian, que lo empujó con rabia. Él respondió con una carcajada y la sujetó del brazo.
—¡No la toques! —gritó Eleanor, lanzándose sobre él con la daga.
El filo apenas le rasguñó el brazo, pero fue suficiente para enfurecerlos. Uno de los bandidos la empujó con fuerza, y Eleanor cayó al suelo, golpeándose el hombro.
—¡Vas a aprender modales, bruja! —escupió.
Lillian forcejeaba con otro, gritando, pataleando. La desesperación se apoderó del claro.
Entonces, se oyó el retumbar de cascos. Galopes. Voces.
—¡Alto ahí, sabandijas! —rugió una voz grave.
De entre la espesura, surgieron seis jinetes armados, como si el bosque los hubiera escupido. En el centro, un hombre imponente descendió de su caballo antes de que se detuviera por completo. Alto, con una capa oscura ondeando tras él, cabello largo y oscuro, y ojos de acero que centelleaban con furia.
Caelan McGregor.
A su lado, un guerrero pelirrojo desenfundaba su espada con una sonrisa irónica: Aidan.
—¿Interrumpimos vuestra fiesta? —soltó Aidan, acercándose con paso lento.
Los bandidos vacilaron. Uno intentó huir, pero una flecha silbó y se clavó a escasos centímetros de su pierna. Otro de los highlanders apuntaba desde lo alto del caballo.
—Dejadlas y largáos si valoráis vuestras vidas —ordenó Caelan, la voz baja y afilada como su espada.
Uno de los bandidos intentó atacar. No tuvo oportunidad.
Caelan se movió con brutalidad. Un tajo certero, una rodilla al rostro, y el hombre cayó inconsciente. Aidan enfrentó a otro, mientras los guerreros del clan cercaban el claro.
En menos de un minuto, los agresores estaban en el suelo, gimiendo, inconscientes o huyendo.
Eleanor respiraba con dificultad. Seguía en el suelo, la daga aún en la mano temblorosa. Lillian la ayudó a incorporarse, y ambas se volvieron hacia sus salvadores.
Caelan se acercó despacio. Sus ojos recorrieron a las dos mujeres: su ropa desgastada, la suciedad del camino, los rostros aterrados.
—¿Están heridas? —preguntó, con un tono más suave.
Eleanor negó con la cabeza, aunque sentía dolor en todo el cuerpo.
—¿Quiénes sois? —preguntó Aidan, cruzándose de brazos, aún alerta. Este no es un camino para damas solas.
Lillian iba a responder, pero Eleanor la detuvo con un gesto.
—Somos viajeras —dijo Eleanor, manteniendo la compostura. Nos dirigimos al norte.
Caelan frunció el ceño. Su acento era inglés. Demasiado refinado para ser plebeya. Pero no dijo nada.
—Este bosque está lleno de escoria —dijo Aidan, señalando a los bandidos. Es una suerte que os hayamos oído.
—Una suerte, sí —murmuró Eleanor, clavando la mirada en el escocés. Sus ojos eran intensos, y la cicatriz sobre su ceja izquierda lo hacía parecer aún más fiero.
Caelan sostenía su mirada, intrigado. Había una fuerza inesperada en esa mujer inglesa. No era una dama indefensa, aunque claramente estaba fuera de su elemento.
—No podéis seguir solas —dijo finalmente. A esta hora, ni siquiera los cuervos os perdonarían.
Lillian habló por fin.
—Sois… soldados
Caelan intercambió una mirada rápida con Aidan. Era mejor no revelar demasiado.
—Guerreros de mi clan —respondió. Viajamos al norte, a ver al rey.
—¿El rey de Escocia?
—¿Acaso hay otro?
Aidan soltó una risa.
—¿Cuál es vuestro nombre? —preguntó Caelan, dirigiéndose a Eleanor.
Ella dudó. Podía mentir. Pero algo en su voz… en su forma de hablar…
—Eleanor —respondió Y esta es Lillian.
Caelan asintió. Luego hizo un gesto a uno de sus hombres, que desmontó y sacó una manta de su alforja.
—Os llevaremos hasta un lugar seguro esta noche. Mañana… veremos.
Eleanor dudó. ¿Podía confiar en ellos? ¿En ese escocés que parecía tan fiero como protector?
Pero cuando sus miradas se cruzaron de nuevo, supo que algo había cambiado. No solo en su noche… sino en su historia.