Más allá del odio

Capitulo 6

El sol apenas despuntaba cuando el grupo desmontó el campamento. El rocío de la mañana aún cubría las hojas, y una bruma ligera se deslizaba entre los árboles como un susurro de advertencia. Caelan montó su caballo con gesto serio, lanzando una última mirada al claro donde habían pasado la noche.

—Nos movemos —ordenó con voz firme—. A mediodía alcanzaremos los caminos más seguros. Quiero que para la caída del sol estemos en Duncreag.

Aidan asintió mientras ayudaba a Lillian a subir a su montura. La joven todavía parecía frágil, con el rostro pálido y las manos temblorosas. Su mirada evitaba la de los hombres, como si aún escuchara los gritos de los bandidos entre los árboles.

—¿Estás bien? —le preguntó Aidan en voz baja.

Lillian asintió con un movimiento apenas perceptible. No dijo nada, pero sus ojos se clavaron en los suyos durante un instante fugaz. Aidan desvió la mirada, incómodo, y se colocó junto a ella.

Eleanor, en cambio, cabalgaba en silencio detrás de Caelan. No le gustaba depender de ellos, y menos de él. El jefe escocés no le había dirigido palabra desde la noche anterior, y aunque le había salvado la vida, su mirada era dura, contenida. No sabía si era por sospecha, desprecio o ambas cosas.

“No le debo nada”, se dijo a sí misma, apretando las riendas de su caballo.

El grupo avanzó en fila por senderos estrechos y embarrados, custodiados por colinas verdes y altos abetos. Las espadas colgaban visibles en los cinturones, y los ojos de los hombres escaneaban los alrededores con instinto de guerreros veteranos.

Graham, uno de los más recelosos, cabalgaba a la retaguardia, su mirada clavada en las dos muchachas con desconfianza apenas disimulada.

—No me fío —murmuró, acercándose a Aidan. Esas dos no encajan. Y tú lo sabes.

Aidan giró el rostro con el ceño fruncido.

—Son jóvenes. Asustadas Lo que vivieron anoche no es una farsa.

—Tal vez no. Pero no son campesinas. Y si están huyendo, alguien importante las está buscando.

Aidan no respondió. Sabía que Graham no era un hombre blando ni paranoico. Era leal, pero su instinto raras veces fallaba.

Más adelante, Caelan tiró de las riendas y detuvo el avance. Señaló una colina baja donde podrían descansar y almorzar. El grupo desmontó y empezó a instalarse entre piedras cubiertas de musgo.

Eleanor bajó del caballo sin ayuda y se alejó unos pasos, deseando respirar sin sentir tantas miradas clavadas en su espalda. No se sentía a salvo, pero tampoco prisionera. Estaba atrapada entre la necesidad de confiar y el orgullo de no hacerlo.

Caelan se acercó, con las manos cruzadas detrás de la espalda.

—No deberías alejarte sola —dijo con tono seco.

Ella se giró, enfrentándolo.

—¿Me está vigilando?

—Estoy evitando que vuelvas a estar a merced de bandidos. No quiero tener que salvarte otra vez.

Sus palabras fueron duras, pero su tono no contenía burla, solo una especie de tensión soterrada. Eleanor mantuvo el mentón alto.

—Puedo cuidarme sola.

—Anoche no lo parecías.

El silencio se estiró entre ambos. Ella lo sostuvo con la mirada, pero Caelan no apartó los ojos. Durante un instante, el peso de los recuerdos, de lo no dicho y de todo lo que los separaba se hizo palpable entre ellos.

Finalmente, él se giró y volvió con los demás.

El descanso fue breve. Retomaron la marcha con el sol alto en el cielo, avanzando entre valles cubiertos de brezos y pastos altos. Las montañas comenzaban a asomar en la distancia, firmes y eternas.

Lillian comenzó a toser, agotada por el esfuerzo. Aidan desmontó sin dudarlo y caminó junto a su caballo, ofreciéndole agua de su odre. Ella le sonrió débilmente, aceptando el gesto.

—Gracias —susurró con voz quebrada.

—No hay de qué —dijo Aidan, sin saber bien qué más decir.

No era amor. No aún. Pero había algo en esa joven inglesa que despertaba en él una necesidad antigua: la de cuidar lo que es frágil y bueno en un mundo roto por guerras.

Al atardecer, divisaron las murallas del castillo de Duncreag, elevadas sobre una colina de roca gris. Las banderas del clan McGregor ondeaban al viento, orgullosas, con el símbolo del lobo en su escudo. Las puertas se abrieron al ver a Caelan, y el grupo cruzó al interior bajo la atenta mirada de los centinelas.

Las jóvenes fueron conducidas a una habitación sencilla pero limpia, con camas de madera y una chimenea encendida. Eleanor recorrió el lugar con la mirada, buscando salidas, examinando cada detalle.

—No sé si esto es un rescate… o una prisión mejor vestida —murmuró.

Lillian, sentada junto al fuego, la miró con cansancio.

—Estamos vivas. Eso ya es algo.

Eleanor asintió lentamente. Sabía que no podían seguir ocultando quiénes eran por mucho más tiempo. Pero si había algo que los escoceses no perdonaban… era la traición. Y ser inglesa, en estas tierras, podía equivaler a eso.

Caelan, desde el salón principal del castillo, observaba por la ventana hacia las montañas. A su lado, Aidan cruzó los brazos.

—¿Qué harás cuando sepas de verdad quiénes son?

Caelan no respondió. Su mandíbula se tensó ligeramente, y sus ojos permanecieron fijos en el horizonte.

—Lo que deba hacer —dijo al fin.

Pero en su interior, ya no estaba tan seguro de qué era exactamente eso.




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