Desde aquella noche mágica, Matteo De Luca volvió a "Il Cuore di Roma" cada sábado por la noche.
Siempre solo. Siempre puntual.
Se sentaba en la misma mesa, junto a la ventana que daba a la pequeña plaza empedrada, y pedía distintos platos del menú, explorando los sabores que Alessia Moretti diseñaba con maestría:
raviolis rellenos de ricotta y espinaca en salsa de nuez,
ossobuco a fuego lento con risotto de azafrán,
lasaña de berenjenas con pesto fresco...
Pero nunca —nunca— dejaba de pedir el postre de fresas y chocolate, aquel que había sido su primer latido.
Cada vez que Matteo ordenaba el postre, Alessia sentía que su corazón daba un vuelco.
Sabía que era él, sabía que, de alguna manera silenciosa, ese plato los mantenía conectados.
Era su pequeño secreto, un lazo tejido en sabores y memorias.
Desde la cocina, ella lo observaba discretamente a través de las rendijas de la puerta.
Veía cómo se quitaba la chaqueta, cómo aflojaba ligeramente el cuello de su camisa, cómo leía algún libro o revisaba papeles mientras esperaba su cena.
Pero cuando el postre llegaba a su mesa, Matteo dejaba todo de lado.
Tomaba la cuchara con una solemnidad casi sagrada y probaba el primer bocado con los ojos cerrados, como si cada vez volviera a revivir aquella emoción primera.
El personal del restaurante empezó a notar esa costumbre también.
—Ahí viene el señor De Luca, —susurraban los meseros cada sábado, como si fuera un ritual.
La cocina entera se impregnaba de una expectación especial cuando sabían que había que preparar el "Dolce Cuore" —así lo bautizaron en secreto— para él.
Para Alessia, aquellas visitas se volvieron algo más que halagos silenciosos.
Cada semana, se esmeraba aún más en perfeccionar el postre:
usaba fresas aún más dulces, templaba el chocolate con mayor precisión, dejaba que la crema alcanzara la textura perfecta, ni demasiado aireada ni demasiado densa.
Le ponía su alma en cada cucharada.
Y mientras Matteo comía, su rostro era un poema de serenidad y nostalgia.
Pero, pese a su constancia, jamás pedía ver a la chef.
No hacía preguntas, no dejaba notas.
Solo una mirada —una mirada intensa cuando, a veces, sus ojos se encontraban fugazmente— bastaba para decir todo lo que quedaba sin palabras.
Una noche, mientras Alessia limpiaba las últimas gotas de chocolate del plato antes de enviarlo, Claudia, su sous-chef y amiga, le dijo entre risas:
—Ese hombre no viene solo por el postre, Alessia.
Ella sonrió, encogiéndose de hombros, pero en su interior una pequeña chispa, tibia y luminosa, empezó a crecer.
No lo sabía aún, pero cada sábado, Matteo se llevaba más que una cena exquisita: se llevaba un pedacito del corazón de la chef que había logrado, con sabor y ternura, abrir una grieta en su alma de hierro.
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Los sábados fueron sucediendo como páginas de un libro secreto.
Uno tras otro, Matteo llegaba.
Uno tras otro, Alessia preparaba.
Un pequeño ritual que, sin palabras, fue cosiendo silenciosamente un puente entre sus almas.
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Octubre trajo platos calientes y especiados.
Noviembre se llenó de aromas a castañas asadas y vinos robustos.
Diciembre iluminó el restaurante con luces tenues, coronas de romero y mesas adornadas con velas bajas.
Pero enero...
Enero llegó con un aire distinto.
Todo el equipo lo sintió.
La cocina, usualmente vibrante y chispeante como una orquesta en su clímax, parecía amortiguada, apagada.
Y Alessia —su motor, su luz, su fuerza incansable— había cambiado.
Sus pasos eran más lentos.
Sus ojos, aunque todavía dulces, parecían cubiertos por una bruma distante.
Su sonrisa, antes natural y fresca como una mañana de primavera, ahora era una curva frágil, apenas insinuada.
Su postre también cambió.
La primera vez que Matteo lo notó fue casi imperceptible.
El aroma era el mismo.
La presentación, impecable como siempre.
Pero al probarlo, algo dentro de él se estremeció.
La dulzura tenía una sombra.
La cremosidad, una tristeza sutil.
No era un error técnico.
Era el alma del plato.
Un alma que, aquella noche, lloraba en silencio.
Matteo dejó la cuchara a un lado, contemplando el postre como si pudiera escuchar lo que callaba.
Sus dedos tamborilearon sobre la mesa.
Miró hacia la cocina, donde apenas distinguía la silueta de Alessia.
Algo dentro de él —algo más fuerte que su timidez o su necesidad de anonimato— se agitó.
Debía hablar con ella.
La semana siguiente, cuando llegó de nuevo, fue igual.
La cocina bullía, los platos volaban, los gritos de los cocineros llenaban el aire.
Pero Alessia... Alessia parecía moverse bajo una lluvia invisible, lenta, arrastrando emociones que ni el bullicio ni la adrenalina de los servicios podían borrar.
Matteo pidió su cena.
Comió en silencio.
Y al terminar, cuando vio acercarse al maître para preguntarle si deseaba el postre, simplemente asintió... pero añadió algo que nunca había dicho antes:
—¿Podría pedir también un momento con la chef, por favor?
El maître alzó una ceja, sorprendido, pero no preguntó nada.
Asintió respetuosamente y desapareció tras las puertas de la cocina.
Dentro, Alessia sintió el temblor del anuncio en su pecho.
Se limpió las manos en su delantal, se acomodó un mechón rebelde detrás de la oreja y, respirando hondo, caminó hacia el comedor.
Su delantal olía a chocolate, vainilla y a un leve perfume de nostalgia.
Cuando sus ojos encontraron los de Matteo, él se levantó suavemente, sin prisa, como si no quisiera asustarla.
Había tantas palabras posibles, tantos caminos para comenzar aquella conversación.
Pero Matteo, fiel a su naturaleza sincera y directa, simplemente le dijo: