Era una oscura tarde de finales de otoño y Eileen, una chica de dieciséis años, caminaba por un recóndito y pequeño sendero de bosque. Iba sola y sin más luz que una pequeña linterna de mano que cargaba cada varios minutos ella misma.
A pesar de la pequeña linterna, el panorama del sendero era aterrador: la luz era poca para la oscuridad, que se apropiaba de todo gracias a los árboles, que con sus ramas más altas cubrían el cielo y no dejaban ver apenas unas pocas estrellas. Además, el sendero estaba muy descuidado por el poco tránsito que tenía, y la naturaleza hacía ya tiempo que luchaba por recuperar las tierras que alguna vez fueron suyas. Así que, de vez en cuando, Eileen se veía obligada a rodear algunos matorrales y matojos demasiado grandes para pisarlos.
Pero a pesar de todo, la muchacha podía sentir muchas cosas, menos miedo. Porque conocía demasiado bien aquel bosque. Porque, a veces, pensaba que era parte de él.
Eileen vivía en una pequeña casa que su padre mandó construir cuando toda su familia, excepto su madre que había fallecido, se mudó a aquella nueva ciudad.
Su país tenía varios bosques, pero aquel era el más grande de todos: Varias ciudades lo rodeaban y la suya, en concreto, era una de las pocas en estar casi al borde del inicio de la enorme foresta.
Según los mitos que circulaban por ahí, aquel era un bosque mágico. Tonterías, por supuesto, pero no para los medievales, que no construyeron nunca una gran ciudad demasiado cerca del bosque. Por eso su ciudad era tan pequeña... y tan relativamente nueva comparada con otras.
Aun así, Eileen no vivía muy adentro de la vegetación. Vivía en las afueras de esta, muy cerca de las primeras casas de la ciudad, al final del sendero descuidado. Vivía allí con su padre.
Tras una caminata de unos quince minutos a paso rápido llegó al fin a su destino. Su casa estaba como el resto del sendero: invadida por la naturaleza. Al menos por fuera, porque por dentro Eileen se esforzaba porque así no fuera, aunque no fuese muy fácil a veces.
La muchacha miró a su alrededor y se planteó entrar, pues llegaba cansada del trabajo. Una persona normal no habría tenido que plantearse nada, pero Eileen había tenido un buen día. Sabía perfectamente que este, por muy perfecto que hubiese sido, se arruinaría si entraba en aquella casa, repleta de pesadillas desde siempre.
De manera que, con sumo cuidado y sin hacer ruido, dejó su bolso en la puerta, bien resguardado entre un par de macetas de flores que la propia Eileen había plantado. Metió la linterna y el móvil también entre las flores, y se quitó el reloj, los zapatos, la chaqueta e incluso un par de ganchillos que había usado para recogerse el pelo durante el trabajo.
En resumen: Soltó todo lo que tuviese algo de metal. Quedó así descalza, con su media melena lisa despeinada, salvaje y con una sonrisa de pequeña libertad.
Intentó controlarse, detener como pudo los impulsos mientras aún pudiesen verla, pero en cuanto se alejó un tanto de la casa y esta se escondió tras las hojas de los árboles, no pudo reprimirse más. Entonces fue cuando echó a correr.