Algo peculiar que era capaz de hacer Eileen era ver en la oscuridad. Aunque no podía hacerlo siempre, por supuesto, tan solo cuando estaba en el bosque. Rodeada de árboles, ramas, hojas y flores. Tan solo en aquellos momentos íntimos donde estaba sola, con sus pensamientos flotando a su alrededor.
Por eso ahora era capaz de correr sin apenas luz, entre los árboles de un bosque muy poco tocado por el hombre y que aún conservaba la apariencia de las antiguas forestas. Con troncos tan juntos que, para pasar por en medio, la chica tenía que subirse en ellos y con enredaderas que buscaban la vida enroscándose alrededor de los árboles más altos, llegando así a la luz. Miles de flores de belleza embriagadora crecían allí donde mirase, buscándola con sus brillantes colores y olores, capaces de llevarla muy lejos.
La explicación a aquella capacidad sobrenatural que poseía no era ninguna. El por qué solo la tenía en su bosque tampoco la sabía. Pero hacía ya mucho tiempo que había dejado de preocuparse por las respuestas y había empezado a disfrutar sin preguntas. Era la forma más obvia, a su parecer, de admirar los pocos momentos bellos que poseía.
Aunque, a pesar de todo, sí que tenía constancia de algunas cosas: Que su vida era cada vez peor y el bosque la consolaba, con su eterna tranquilidad. Que su bosque la quería pero era menos bienvenida si aparecía con algo de metal. Y, por último, que ella en cierto modo era parte de aquel lugar, porque podía ver en él a pesar de la oscuridad, el frío la afectaba de una manera distinta cuando se encontraba dentro y era capaz de guiarse sin mapas ni brújulas, a pesar de ser un enorme laberinto vegetal.
¿Cómo se guiaba? Sexto sentido tal vez... o tal vez no. No estaba segura. Hasta que conoció a su bosque ella había sido una persona totalmente normal, escéptica en todo.
Y, mientras, ella seguía corriendo. Pisando con sus pies descalzos las hojas amarillas y caídas del reciente otoño y oyendo cada insignificante ruido que cada pequeño animal hacía. Fascinándose a cada zancada, como cada vez que escuchaba a su corazón y se dejaba arrastrar a su lugar favorito. Su verdadera casa.
El viento y los susurros de los árboles guiaban su carrera, como siempre habían hecho. Y sus cabellos rubios despeinados se llenaban de hojas que caían en el mismo instante en el que ella pasaba. Rió tan fuerte, que sus carcajadas dejaron un eco que rebotó por todos los rincones de su bosque, asustando a algunos de sus habitantes. Porque después de mucho tiempo al fin disfrutaba de verdad y, por un momento, era capaz de olvidar la realidad en la que vivía.
Y así, entre risas, llegó a su destino. Uno de sus lugares favoritos en la foresta. Había más por supuesto. Pero era uno de los lugares más cercanos a su casa, ya que el bosque era enorme. Ni siquiera ella había llegado a atravesarlo por completo y ni de lejos había alcanzado nunca su centro.
Pero hoy, el fin del su carrera era aquel. Un rincón entre las plantas, que se abrían dejando espacio suficiente para ver un pedazo de cielo. Era, además, un lugar especial no solo por eso, sino también por el árbol que coronaba el sitio.
Eileen se había encontrado con varios árboles de ese tipo. No muchos, pero sí unos pocos repartidos por todo el bosque. Y todos eran distintos. Pero no solo entre ellos, sino también al mundo que les rodeaba en general.
Porque aquel árbol tenía toda la apariencia de un roble robusto. No obstante, fuera la época que fuese, estaba en flor. Y no precisamente con flores de roble. Tenía siempre flores de cerezo, que caían a su alrededor mansamente.
Otra cosa imposible. Últimamente parecía haber muchas en su vida.
Escaló un poco para tenderse en una de las ramas de aquella inmensa planta, y allí se quedó recostada, admirando las estrellas y sintiéndose aún bien, hasta que fue la hora de nuevo de enfrentarse a su realidad.