Salgo de ese lugar desesperada. Solo sentir la mirada penetrante de Lucas sobre mí ha hecho que experimente miles de sensaciones. Todo esto es una locura. Estoy aquí para recuperar mi imagen de niña buena y regresar. Me lo recordaré varias veces, para no caer en los brazos de Lucas. Nunca quitaré de mis recuerdos el momento cuando Emily, mí mejor amiga, una adolescente narcisista y egocéntrica, fue hacia la pastelería y me enseñó una foto de ellos dos en la cama, borrachos, después de una fiesta. Nunca pude perdonárselo. Ese día perdí a mi mejor amiga y a Lucas para siempre.
Mientras camino en dirección a casa bajo la noche de Leavenworth, siento que está empezando a nevar. Lo sabía. Como todo habitante de ese pueblo, conocemos cuándo va a nevar. Al ver el cielo oscuro, supe que pasaría, pero mi ropa de nieve se fue en las valijas, que espero poder recuperar pronto. La única esperanza que tengo es que la tormenta no sea demasiado fuerte y me deje llegar a casa.
Sin embargo, solo han pasado diez minutos y la nieve acumulada no me deja continuar. Mis botas están diseñadas para pasarelas y fiestas con glamour, no para caminar sobre la nieve. La única opción que tengo es buscar un buen refugio y esperar que la tormenta amaine, de lo contrario no podré volver a casa y mis padres se preocuparán mucho.
Lucas.
Hoy ha sido un día terriblemente agotador, no solamente por haber viajado hasta el aeropuerto por esa exasperante mujer en la que se convirtió Harper, sino también por la decena de árboles de Navidad que he vendido. Este año, el negocio marcha viento en popa. Si seguimos así, podremos expandirnos, y eso sería un gran cambio en nuestra economía. Hablo en plural, porque mi hija Laia, la niña más adorable y bondadosa del mundo, es mi socia. Ella siempre me acompaña en los repartos, haciendo sociables y vendiéndoles a todo el mundo. A pesar de tener 6 años, con esa personalidad tan maravillosa, heredada de su difunta madre, ha vendido árboles de Navidad y muérdagos por toda la ciudad.
Laia es la viva personalidad de su madre. De mi solo saco las fracciones, mis ojos, algunos dicen que hasta mi sonrisa. Pero de su madre heredó lo demás.
Amaia era la persona más dulce y maravillosa de este planeta. Su sonrisa iluminaba mis días. Todos los días tenía un motivo para levantarme de la cama. Mi mayor motivo era hacerla feliz y cumplirle todos sus sueños.
Su sueño, desde muy niña, había sido abrir una tienda navideña. Ella amaba la Navidad y todo lo referido a la fiesta. Vivía su vida con tanta pasión y alegría, que las personas que estábamos a su alrededor éramos felices. Hasta que un día, lo inevitable llegó.
El embarazo de Laia había sido perfecto. Mi hija y su madre gozaban de buena salud. Fuimos juntos a todos los controles. Teníamos todas las ecografías, Laia era sana y fuerte. Nos hicimos una hermosa sesión de fotos, sin imaginar que esas serían las últimas fotos que tendríamos juntos y que nunca podría conocer a su hija.
El día que Laia nació, afuera era un día precioso, el sol iluminaba Leavenworth y ambos estábamos muy felices porque sabíamos que nuestra hija nacería ese día por una cesárea programada.
Hacía meses que teníamos su bolso maternal preparado, con sus prendas y demás pertenencias. Su habitación era un sueño. Durante días, junto a Amaia, pintamos sus paredes de rosa, con tanto amor, que creíamos que nuestra vida era perfecta, que nada podría venir a opacar nuestra felicidad.
Pero lamentablemente estábamos muy equivocados.
Por pedido de Amaia y con permiso de los médicos, me dejaron estar presente en el parto.
Todo estaba perfecto. Poco a poco comenzaron con la operación y a los pocos minutos mi pequeña nació y me la entregaron en brazos para que la conociera.
Estaba tan concentrado en la niña que no me di cuenta de que Amaia había perdido el conocimiento. En ese momento, una enfermera me quitó a Laia de los brazos y otra me sacó afuera del quirófano. Algo dentro de mí me decía que todo se había complicado y que tenía que estar con Amaia.
Comencé a golpear las puertas del quirófano con tanta desesperación que, a los pocos minutos, uno de los médicos que había operado a Amaia salió de allí.
Lamentablemente, fue para darme la peor de las noticias. Amaia había sufrido un paro cardiorrespiratorio y fue imposible reanimarla, a pesar de todos los esfuerzos. Luego nos enteramos de que ella tenía una enfermedad preexistente en su corazón, pero nunca me lo había dicho. Ella había querido traer a su hija al mundo, aunque de ello dependiera su vida.
Los días posteriores a la muerte de Amaia sentí que mi mundo se había terminado por completo y que mi vida se había ido con ella. Al otro día, Laia fue dada de alta y mi madre decidió llevársela hasta que yo estuviera recuperado emocionalmente para hacerme cargo de ella.
Pero cada día que pasaba, mi estado emocional comenzó a decaer y el alcohol era mi única salida.
Durante el día y la noche me la pasaba borracho, llorando por la muerte de Amaia con una cerveza en la mano, sin pensar en la niña que necesitaba a su padre, sano y fuerte.
Mi madre me visitaba todos los días con Laia y, para qué voy a mentirles, sentía un rechazo tan grande por ella, pensando que si no hubiese nacido, ella estaría conmigo.
Poco a poco, al conocer a mi niña y ver a su madre en ella, me di cuenta de que el que estaba mal era yo, que debía cambiar mi forma de ver la situación y que Amaia hubiese querido que nuestra hija esté conmigo.
Con ayuda de mis compañeros del centro comunitario, a los que hasta el día de hoy les agradezco, y por eso los ayudo, comencé a abandonar el alcohol y, pasados los días, dejé de llorar. Sabía que el dolor por la muerte de Amaia viviría dentro de mí toda la vida, pero ahora tenía una nueva razón para vivir, Laia.
Finalmente, cuando mi hija cumplió seis meses, mi madre se mudó conmigo para ayudarme con ella. Al ser un hombre, no sabía muchas cosas, como cambiar pañales, preparar mamaderas, y hacerla dormir.