La alarma sonó por tercera vez, y Emilia ni siquiera se molestó en apagarla. Tapada hasta la cabeza, con el cuerpo enredado en las sábanas como si fueran una prisión voluntaria, simplemente dejó que el sonido muriera solo. Otro lunes sin trabajo. Otro día sin sentido.
—Emilia… ¿estás despierta? —la voz de su madre, Clara, llegó débil desde el otro lado del departamento.
Emilia se incorporó con esfuerzo. Su madre estaba en la fase intermedia de una enfermedad pulmonar crónica. Había días buenos… y otros en los que no podía ni levantarse sola.
—Sí, má. Ya voy.
La cocina era pequeña, pero el calor del café que preparaba siempre lograba darle un toque de hogar. Emilia sirvió dos tazas con manos temblorosas. Era increíble cómo algo tan simple como hervir agua podía sentirse tan pesado.
—¿Cómo te sientes hoy? —preguntó, sentándose a su lado.
—Igual. Pero me duele más verte así. —Clara tomó su mano—. No puedes seguir esperando a que la vida se acomode sola, hija.
Emilia sonrió débilmente. Tenía 26 años y había pasado de una carrera universitaria incompleta a trabajos temporales, mal pagados y desgastantes. Hace dos semanas la despidieron de la recepción de una clínica por recorte de personal. Las cuentas no esperaban y los sueños parecían lujos lejanos.
Más tarde, salió a caminar. No porque tuviera ganas, sino porque sentía que si pasaba otro día encerrada, se quebraría.
El cielo estaba gris, como su ánimo. Las hojas secas crujían bajo sus zapatillas viejas mientras pasaba frente a vitrinas con ropa de temporada y cafés llenos de risas ajenas. Todo parecía tan ajeno, tan inalcanzable.
Sin pensarlo, entró en una galería de arte con entrada gratuita. En las paredes, había cuadros coloridos, llenos de texturas, formas, tejidos… moda convertida en arte. Se acercó a uno en particular: un maniquí cubierto de retazos de tela, como una armadura de lo que alguna vez fue descartado.
Y en ese momento, lo sintió.
No era solo nostalgia. Era un recuerdo latiendo: ella, a los 15, diseñando ropa con una máquina de coser vieja que su abuela le había prestado. Recortando revistas, armando bocetos… soñando.
Se acercó más. El título de la pieza era “Renacer”.
Emilia se quedó ahí, inmóvil, por varios minutos.
Por primera vez en semanas, sintió una chispa en el pecho. Pequeña. Frágil. Pero real.
Tal vez… tal vez no estaba tan rota como pensaba.