La mesa de la cocina se convirtió en su taller improvisado. Entre tazas de café frío, retazos de tela y bocetos arrugados, Emilia trabajaba cada noche hasta que el cansancio la vencía. No tenía mucho: hilo, tijeras, una cinta métrica y una máquina de coser que a veces se trababa… pero era suficiente para empezar.
Una tarde, mientras su madre dormía la siesta, Emilia publicó su primer diseño. Había tomado una blusa blanca, básica, y la transformó en una prenda con mangas abullonadas y un detalle bordado a mano en el cuello. Lo llamó “Flor de lucha”.
La reacción fue tibia. Un par de “me gusta”, algún comentario alentador… pero nada más.
Esa noche, dudó.
—¿Y si esto es solo una ilusión? —murmuró, mirando la prenda colgada frente a ella.
Al día siguiente, fue al supermercado con lo poco que quedaba en su monedero. Mientras elegía entre arroz o pasta, recibió un mensaje que casi le hace caer el teléfono:
“Hola, vi tu diseño. ¿Está a la venta? Me encantó. ¿Haces entregas?”
La clienta vivía en el otro extremo de la ciudad. El envío costaba más de lo que ella tenía. Dudó. Pensó en rechazar la venta… pero luego recordó algo que su madre le había dicho semanas antes:
“Cuando dudes entre avanzar o rendirte, elige avanzar. Aunque sea un paso pequeño.”
Ese día, Emilia caminó más de una hora para entregar la blusa en persona. Sudó, se cansó, pero cuando la chica abrió la puerta y sonrió al ver la prenda, todo el cansancio desapareció.
—¡Es preciosa! ¡No sabía que la habías hecho tú! —dijo la chica—. ¿Tienes más cosas así? Quiero recomendarte.
Emilia regresó a casa con los pies adoloridos, pero con el corazón lleno.
Esa noche, tomó una decisión difícil: empeñó unos aretes de oro heredados para comprar materiales. No eran joyas caras, pero tenían valor sentimental. Aun así, supo que era el sacrificio que necesitaba hacer.
Cuando su madre se enteró, no la regañó. Solo le dijo:
—Hija… si vas a luchar, que sea hasta el final. No naciste para rendirte.
Y Emilia lo supo. Iba a seguir, aunque le temblaran las piernas.