Más que tú

Capítulo XIX

Jonah

Ahora mismo me siento como una bomba a punto de estallar. Tengo tantos sentimientos acumulados que no sé si en cualquier momento voy a quebrarme.

Desde la semana pasada todo ha sido un caos. El lunes, James acompañó a mis papás a la clínica neurológica y salió bien: nos dijeron que el tratamiento de papá empezaría el miércoles. Eso nos calmó un poco hasta que el martes en la noche él ya casi no podía caminar. El miércoles en la mañana James y yo tuvimos que ayudarlo a levantarse, y ese mismo día lo internaron. Estuvo hospitalizado tres días.

Ya está de vuelta en casa, pero está débil. Necesita apoyo para casi todo y tiene citas constantes, así que James y yo nos turnamos para ayudar a mamá: llevar a papá a sus consultas y mantener la cafetería funcionando. Han sido días muy pesados. Por suerte, el día de hoy no tiene cita.

Cuando papá no estuvo, la casa se quedó demasiado silenciosa. Nosotros tratamos de animar a mamá; creo que lo logramos un poco. Pero cada vez que ella salía del cuarto o iba a la cocina, James y yo terminábamos hablando entre nosotros: de cómo nos sentimos, de lo cansados que estamos, de lo que nos preocupa. Y aun así ninguno ha llorado, y por eso siento que yo estoy a punto de hacerlo.

Y luego está todo lo de la fiesta de Navidad.

Estoy feliz. Mucho. La semana pasada por fin me animé a pedirle a Margaret que fuera conmigo y me dijo que sí. Su papá también me aceptó, y eso me dejó más tranquilo de lo que pensé. Esa alegría sigue ahí, fuerte, mezclada con tristeza, preocupación y nervios.

Nervios porque ahora cada vez que veo a Margaret me comporto más raro: me sonrojo, me trabo, y no sé qué decir cuando estoy cerca de ella. A veces la veo ponerse roja también, y eso solo me deja peor, porque empiezo a imaginar cosas y termino ilusionándome.

Tengo tanto en la cabeza que no sé ni por dónde empezar: el miedo de ver a papá así, lo valiente que es, la tristeza que carga mamá, lo estresado que está James, el trabajo extra, las tareas, la fiesta, Margaret.

Es como tener todo al mismo tiempo encima del pecho.

—¡Hasta luego! —La voz de un cliente me aterriza de golpe en la realidad. Parpadeo un par de veces y recién entonces noto que llevaba un buen rato viendo sin ver, con la mirada clavada en la libreta donde apuntamos los pedidos.

—Gracias por venir. —Digo rápido antes de que la puerta se cierre.

Suelto un suspiro largo, tratando de despejarme. No puedo seguir tan distraído; en cualquier momento voy a cometer un error, y justo ahora no puedo darme ese lujo. No cuando todo en casa depende de que las cosas salgan bien.

Paso una mano por mi cabello, que ya está más largo de lo normal. Me roza los ojos y las orejas, y por un segundo me imagino cómo se vería si lo dejara crecer más. No sé si solo estoy posponiendo una decisión simple o si en el fondo quiero un cambio, aunque sea mínimo. Pero en lo que lo pienso, retiro la mano y uno de mis dedos se queda atorado entre los mechones.

—Auch. —Murmuro, intentando deshacer el enredo con cuidado.

Genial. Otro recordatorio de que necesito un corte.

—Eso pasa cuando lo primero que haces al despertar es abrir el local. —Dice mamá desde mi lado, como si hubiera leído mi mente. Levanto la mirada y la veo acercarse al mostrador, con ese caminar cansado pero firme que tiene desde que papá enfermó.

Me inclino para abrazarla. Ella me envuelve con los brazos de inmediato y por un segundo, apenas uno, el dolor de cabeza que traigo desaparece.

—Buenos días para ti también. —Bromeo suavemente cuando nos separamos. Ella me sonríe, pero sus ojos delatan el cansancio. Desvío la mirada antes de que la emoción me traicione. Ahora mismo cualquier cosa me hace querer llorar, y verla así es una de ellas. —¿Ya desayunaste, ma?

—Sí. Por eso bajé un poco tarde. Te dejé solo casi una hora. —Dice, revisando el reloj que marca las nueve.

Eso me tranquiliza. Asiento y dejo la libreta en el mostrador como si eso me ayudara a volver a centrarme.

—¿Tú ya desayunaste? —Pregunta.

—Sí, mientras esperaba a que llegaran los primeros clientes —Respondo.

Le doy otro abrazo corto, uno automático, como si mi cuerpo lo necesitara, y después voy por un trapo rojo para limpiar algunas mesas vacías. Ha venido bastante gente en la última hora, pero logré atenderlos a todos, y eso, aunque sea pequeño, me hace sentir útil.

Mamá me sigue con una sonrisa cansada y también empieza a limpiar. Entre los dos atendemos a los nuevos clientes que acaban de entrar, y el ambiente se llena de voces, pedidos y el aroma a café recién molido.

Yo sigo concentrado en ordenar y limpiar. Los estantes más altos siempre han sido un problema para mis papás, así que James y yo solemos encargarnos de esas zonas. No quiero ni imaginar a mamá subiéndose a una silla y arriesgándose a una caída. No después de todo lo que ya estamos manejando.

Tener más de 1.75 tiene sus ventajas: no necesito bancos, solo estiro el brazo y limpio lo que sea. Como ahora.

Mientras paso el trapo por la parte más alta del estante, algo me hace cosquillas en la axila. Me sobresalto, bajo el brazo en automático y suelto una risa entre sorprendida y molesta.

—Mamá, sabes que no me gustan las cosquillas. —Digo riendo, pero cuando volteo, no es mamá.

Es Karl, con esa sonrisa enorme que siempre trae cuando sabe que hizo una travesura. Volteo al mostrador y mamá está riendo mientras sigue atendiendo.

—Ok, otra cosa con la que molestarte
—Dice él, levantando las cejas. Pongo los ojos en blanco.

—¿No te basta con verme cinco días a la semana? ¿Ahora también vienes los sábados hasta aquí? —Bromeo, dándole un pequeño empujón.

—Quería venir a saludar a tu familia, ver cómo está tu papá y cómo estás tú. —Responde, ofendido pero sincero.

Me detengo un momento. —Entonces perdón y gracias. —Digo.

—Y quería saber los precios. Más tarde voy a regresar con Gracie; la invité a tomar un café. —Añade, emocionándose de inmediato.




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