Más que tú

Capítulo XXI

Jonah

¿Por qué soy así? ¿Por qué nunca hago lo que realmente quiero? A veces siento que jamás voy a lograrlo. Y quizá es verdad.

Es lo único que pienso mientras preparo el café que pidió la clienta nueva.

No dejo de recordar lo de ayer. No puedo creer que, por un segundo, tuve el valor suficiente para acercarme a Margaret. Ni siquiera entiendo cómo pasó. Desde el momento en que entré y la vi del otro lado del salón, casi me quedo paralizado. Se veía más hermosa que siempre. Y eso me arruinó por completo.
No pude dejar de mirarla. No quería dejar de mirarla.

Le paso el café a James y regreso a la máquina para preparar otro pedido.

No entiendo qué me pasó. Estuve a nada de decirle lo que siento. A nada. Como si de repente mi cerebro se alineara por fin y me empujara a hablar. Pero entonces llegó Nataniel y todo se vino abajo.

Y no es culpa de él, es mía. Porque si realmente fuera valiente, ya se lo habría confesado desde hace mucho tiempo. Pero no. Aquí estoy, como siempre.

Anoche le conté todo a James y casi me avienta del camión en movimiento. Estaba listo para que regresamos y me obligara a pedirle perdón a Margaret por ser tan cobarde.

Y Karl.. tampoco ayudó. Cuando no pude dormir, en plena madrugada, terminé contándole todo por mensaje. La videollamada no tardó ni un minuto en entrar. Por suerte tenía audífonos, porque estaba en un modo extraño: feliz por lo que intenté, pero enojado porque no lo terminé.

—Jonah, ¿puedes contestar mi celular? está en uno de los apartados del mostrador. Creo que es mamá. —Dice el rubio antes de volver con los clientes.

—Voy. —Digo.

Me seco las manos con la toalla y tomo el celular del mostrador. Veo el nombre de mamá en la pantalla.

Probablemente ya vengan para acá, fueron a la cita de papá hace un rato.

—¿Mamá? —Respondo.

Del otro lado suena su voz entra entrecortada y con ese tono que solo usa cuando está tratando de no asustarme. —Jonah, cariño tuvimos que regresar a la clínica. Tu papá tuvo un episodio.

Siento un dolor en el estómago al escuchar aquello. —¿Qué tipo de episodio? —Pregunto, aunque siento que la garganta se me cierra.

—No es un accidente ni nada así, tranquilo. —Aclara rápido, pero su voz continúa temblando. —El doctor cree que es un brote. Empezó a sentirse muy débil y le falló la pierna derecha. También dijo que veía doble. Así que volvimos de inmediato.

Cierro los ojos con fuerza. Un brote. Otra vez. Odio esa palabra.

—¿Está consciente? —Lo pregunto casi sin voz.

—Sí, está despierto. Solo está agotado y asustado. —Escucho cómo respira hondo. —No queríamos llamarles hasta saber algo, pero va a quedarse en observación y creo que deberían venir lo más pronto posible.

No sé qué decir. Mi pecho se siente como si alguien lo estuviera apretando desde adentro. Parpadeo rápido, tratando de no perder el control.

—Vamos para allá. —Logro decir al fin. —Salimos en cinco minutos.

—Vengan con cuidado, ¿sí? No se preocupen por nada más. Los vemos aquí.

La llamada termina. Miro el celular un segundo más, tratando de ordenar mis pensamientos, pero todo se enreda. El miedo. La impotencia. Las ganas de salir corriendo.

James llega y me observa desde el lado de la barra, con una expresión de preocupación.

—¿Qué pasó? —Pregunta.

Trago saliva.

—Mi papá tuvo un brote. Está en la clínica. Tenemos que ir.

James no hace preguntas. Solo asiente, da media vuelta y corre hacia la puerta para girar el letrero de abierto a cerrado.

Hoy solo alcanzamos a trabajar dos horas, pero ahora eso no importa.

No hay muchos clientes, solo dos mujeres sentadas en la mesa del fondo. Mientras ellas terminan su café, nosotros empezamos a guardar todo y a limpiar con movimientos automáticos, casi urgentes. Subo por mi chamarra y bajo de inmediato; James hace lo mismo. Para cuando vuelvo a la barra, las clientas ya se están levantando, como si hubieran captado la tensión en el ambiente. Les agradecemos mientras salen del local.

En cuanto la puerta se cierra, colocamos las sillas encima de las mesas y metemos lo básico en nuestras mochilas. James baja la cortina metálica y le pone el candado.

—Vamos. —Dice, caminando rápido. Le sigo el paso sin pensarlo.

Subimos al camión y nos sentamos juntos. Ninguno habla. La ciudad pasa por la ventana sin que yo realmente la vea. Solo pienso en papá. En la palabra "brote". En la voz de mamá intentando sonar fuerte.

Saco mi celular y le escribo.

"¿Cómo estás? ¿Cómo está él?"

La respuesta llega casi de inmediato.

"Estoy tratando de no llorar frente a tu padre, no lo quiero preocupar. Los espero."

El nudo en mi garganta se aprieta hasta doler. Le muestro el mensaje a James. Él lo lee, suelta un suspiro y vuelve a mirar su propio teléfono sin decir nada.

Guardo el mío y así seguimos, en silencio, por casi cuarenta minutos. El trayecto se siente eterno.

Cuando por fin bajamos del camión, casi corremos hasta la entrada de la clínica. El olor a desinfectante me golpea apenas cruzamos la puerta. En la sala de espera, vemos a mamá sentada en una de las sillas azules, con las manos apretadas entre sí.

Apenas nos ve, se levanta.

—Mamá... —Digo, y la abrazo con fuerza. James también rodea sus brazos alrededor de nosotros.

Ella respira hondo contra mi hombro, como si recién ahí pudiera soltar un poco del miedo que ha estado aguantando.

—Ya están aquí. —Susurra. —Qué bueno que llegaron.

Asentimos y nos sonreímos para darnos ánimos entre todos.

La enfermera nos avisa que ya podemos pasar, pero solo dos a la vez. Mamá insiste en que James y yo entremos primero. Y después de unos segundos entramos.

El cuarto es pequeño, con una ventana que da a los árboles del estacionamiento. El vidrio está empañado por dentro, como si la calefacción del cuarto y el aire frío de afuera estuvieran peleando. El monitor junto a la cama emite pitidos suaves, constantes. El olor a desinfectante es fuerte, pero no desagradable.




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