Jonah
Me encuentro desayunando junto con James, mamá y papá antes de irnos a la escuela. Hoy más que nunca tengo muchas ganas de ir. Creo que incluso si saco una calificación baja no me importaría ni tantito.
Nada puede bajar esta sonrisa que traigo desde ayer y que hoy se hizo más grande cuando le envié un mensaje de buenos días a Margaret y hablamos un poco por mensaje. Es imposible. Mi cara ya ni sabe cómo es no sonreír.
Y creo que mi familia lo nota. Están hablando de cosas completamente normales, como las ventas de la cafetería, las clases, calificaciones, pero aún así me miran raro, como si estuvieran viendo un fenómeno natural.
Yo solo trato de concentrarme en terminar mi cereal, pero es inútil.
En cuanto doy una cucharada y el sabor dulce me llega, mi mente salta directo al día anterior. A Margaret con mi chamarra puesta. A sus mejillas rojas por el frío. A su voz diciéndome que también le gusto. Esa parte en especial me golpea directo en el pecho y me hace soltar una risa corta y totalmente boba. Llevo otra cucharada a mi boca, pero ni siquiera sé a qué sabe. Estoy demasiado feliz para sentir otra cosa.
—Basta. Dilo o le voy a preguntar a Karl. —Dice James de golpe, harto, como si llevara una hora aguantándose. Se pasa la mano por el cabello, desesperado por obtener una respuesta.
Yo río, y siento las mejillas calentarse tanto que seguro están tan rojas como las de Margaret anoche. Mis papás también me miran, esperando. Me aclaro la garganta, juego un segundo con la cuchara y bajo la mirada porque siento que la sonrisa me traiciona.
—Ayer le confesé a Margaret mis sentimientos por ella. —Digo, intentando sonar normal, aunque la voz me tiembla un poco. Alzo la mirada. —Y somos novios.
Decirlo en voz alta es como revivir el momento. Siento el pecho ligero, el corazón brincando, casi como si una parte de mí siguiera parada afuera de la universidad con ella. La sonrisa se me escapa otra vez sin que pueda evitarlo.
Todos se quedan en silencio un segundo. Un segundo eterno, donde pienso que quizá lo dije demasiado rápido o demasiado suave. Pero entonces las caras de los tres cambian. Papá suelta una carcajada, mamá sonríe tan grande que casi se le cierran los ojos y James golpea la mesa con emoción.
Y de pronto los tres comienzan a felicitarme, a hacer preguntas, a reír, a celebrar como si hubiera ganado un premio gigante.
Ese ambiente, esa alegría alrededor de mí, hace que me ría también.
—Te tardaste demasiado. En un momento pensé que tendría que confesarme por ti. —Bromea James, recargándose en el respaldo con una gran sonrisa. Yo río y niego con la cabeza, todavía sintiendo esa mezcla de pena y felicidad que no se me quita desde anoche.
—Muchas felicidades, hijo. Margaret es una gran chica. La próxima vez tráela a la casa. —Dice mamá mientras me da unas palmaditas en el hombro, como si tratara de contener la emoción pero no pudiera. Asiento, sintiendo el pecho lleno, casi ligero.
—Lo hiciste. —Escucho decir a papá desde el sillón individual. Levanto la mirada hacia él. No sonríe demasiado, pero conozco esa expresión: orgullo. Yo asiento también, y él agrega simplemente. —: Bien hecho.
—Gracias, papá. —Respondo, esta vez con la voz un poco más firme.
Porque es verdad. Si no fuera por lo que me dijo hace días, por esas palabras tan directas que me dejó caer como si fueran obvias, yo seguiría paralizado, pensando demasiado y actuando muy poco. Él tenía razón: el tiempo no espera. Y la idea de arrepentirme se sentía peor que cualquier miedo.
Papá asiente de nuevo, como dándome a entender que no hace falta decir nada más.
Seguimos desayunando y empiezo a contarles, con calma, todo lo que pasó: cómo la esperé afuera, cómo temblaban mis manos, cómo cuando ella dijo "también me gustas mucho" sentí que el aire regresó a mis pulmones de golpe. Mamá suelta pequeñas exclamaciones emocionadas; James abre los ojos como si fuera una película; papá solo escucha, pero cada tanto asiente, como si guardara cada detalle para comentarlo después.
Se nos va el tiempo entre risas, preguntas y bromas. Cuando por fin terminamos, nos levantamos casi al mismo tiempo. Lavamos los dientes, agarramos nuestras mochilas y ayudamos a nuestros papás a abrir la cafetería, como todas las mañanas. Aunque hoy se siente diferente: todo se siente más ligero, como si el día tuviera un brillo especial.
James y yo salimos rumbo a la universidad, caminando entre el ruido de la calle. Y no puedo evitar sonreír otra vez, porque por fin lo dije en voz alta y por fin es real.
Como era de esperarse, durante todo el camino en el camión James quiere volver a escuchar la historia completa, paso por paso, como si fuera el mejor capítulo de una serie que no se cansa de repetir. Y yo lo complazco, porque contarlo otra vez me hace sentirlo igual que ayer y repetirlo es casi como revivir ese momento. Me llena otra vez el pecho de esa emoción rara y bonita que todavía no me creo del todo.
Cuando bajamos del camión y vamos caminando hacia la entrada de la universidad, James se queda callado un poco, como si estuviera pensando algo importante. Y entonces habla:
—Jonah, has mejorado mucho como persona. Me alegra saber que ahora te atreves a más cosas. Y también lo de trabajar y estudiar al mismo tiempo. De verdad, en tan poco tiempo has madurado. —Me sonríe con una mezcla de orgullo y nostalgia. —Gracias también por apoyarme siempre. Haces que todo se sienta más ligero.
Sus palabras me toman por sorpresa. Se me forma un nudo en la garganta y bajo la mirada, porque a veces James dice cosas que me pegan más de lo que él cree.
—Yo soy el que tiene que agradecerte. —Respondo mientras sonrío de lado. —Siempre haces que quiera ser mejor persona. Has sido mi modelo a seguir desde siempre.
James pasa un brazo por los hombros y me jala para un abrazo corto, de esos medio torpes pero sinceros, y seguimos caminando. En cuanto llegamos al pasillo principal, nos despedimos. Cada quien toma un camino distinto hacia su edificio.