Más que un sentimiento

Capítulo XI: Herencia

Madrid, España

04 de agosto...

tres horas desde la extinción humana...

*Javier*

Estamos a punto de llegar a los suburbios, Carlos no está en la caseta de vigilancia como era de esperarse. No era el mejor guardia, pero hacía lo que podía. Seguimos recorriendo el interior de la urbanización. Aquiles está muy callado, es un comportamiento extraño en él, según lo poco que le conocía me permitía insinuar que era como el resto, sólo hablaba babosadas todo el tiempo sin aportar nada coherente. Tal vez sea un lado que se tiene muy bien reservado. Noto angustia en su rostro.

—¿Te encuentras bien? Puedes decirme, ya me siento más calmado que antes —pregunto empático. No es muy común en mí colocarme en los zapatos de otro, y menos cuando los considero infinitamente inferiores.

—¿Eh? —Despierta de su transe—. Sí, sí. Sólo que me tomé el camino para reflexionar —suelta con una risilla un poco incómoda.

—Vale, comprendo, pero no debemos dispersarnos de la realidad. Recuérdalo —opino.

—Vale, está bien —afirma.

Falta poco para llegar a los edificios, puedo seguir escuchando los mismos perros ladrando de esta mañana, se notan más alborotados. La tranquilizadora naturaleza de los jardines es lo único que asecha nuestros alrededores. Entramos por el sótano, busco el elevador, mientras que mi vecino me sigue. Lo marco, pero no reacciona, repito insistentemente en llamarlo.

—¡Cierto! Casi lo olvidaba, no funcionan desde esta mañana —confiesa Aquiles.

—¡Oh! Tranquilo, a todos se nos pasan los pequeños detalles ¿No crees? —contesto en tono sarcástico.

—Pues sí, el mundo real tiene muchas minucias, seguro no te diste cuenta porque hoy usaste las escaleras. —Parece no haber entendido mis intenciones burlescas por su despiste, se oye muy inocente.

—Bueno... son siete pisos. Adelante, después de ti —insisto.

Aquiles empieza a subir las escaleras rápidamente, le sigo el ritmo. 

—¡Debo asegurarme que Perro esté bien —grita mientras sigue ascendiendo un piso por arriba de mí. Supongo que se refiere a su mascota, es lo único a lo que esa frase me hace sentido. Pero con este hombre ya no sé qué pensar, todo esto es muy extraño.

Llevamos poco más de la mitad recorrida, era irremediable que con el acelerado paso que llevo no me cansara pronto. Me detengo en el quinto piso a descansar. Sostengo mis rodillas mientras que inhalo y exhalo por la boca precipitado, me siento exhausto. Observo el final del corredor, hay una puerta abierta que permite ver el interior del apartamento, un gato siamés me mira fijamente desde allí, con sus intensos y azules ojos felinos. Una simple reja entre la puerta y el pasillo, es lo que lo priva de escapar al exterior.

Inclina la cabeza, parece analizarme a mí y cada movimiento que efectúa mi cuerpo, tal vez mida qué tan potencialmente amenazante le resulto. Siento los pelos como escarpias ahora mismo. Da una vuelta sobre su propio eje mientras sigue su cola, maúlla y vuelve a fijarme su mirada. Atraviesa la reja poco a poco, comprime su pequeño cuerpo entre los barrotes, lo que le permite salir. Se dirige a mi dirección, reacciono moderadamente para seguir subiendo.

El felino se intimida ante mi reacción, posiblemente le pareció brusca, encorva su columna y eriza su pelaje, mientras que suelta un bufido penetrante. El gato sale disparado por las escaleras y escapa. La situación a pesar de ser algo atípica me permitió descansar los segundos que necesitaba.

Termino de llegar al séptimo piso, el apartamento de Aquiles está ya abierto, las puertas lo evidencian.

—¡Ven, entra! —Se oye desde el interior. 

Paso y veo un apartamento bastante moderno, con una sala espaciosa, un televisor pantalla plana con una pequeña chimenea debajo y un sofá con pinta muy cómoda. Hay macetas en las esquinas con flores exóticas y hermosas. No tengo idea de cómo mi vecino pudo financiar todo esto. Él mientras tanto está ahí, acariciando a su caniche.

—Parece que la vida ha sido demasiado generosa contigo ¿No? —A pesar de la imprudencia, no puedo evitar realizar el comentario.

—La verdad es que sí, me considero bastante afortunado —contesta. Lo interrumpí en su momento íntimo con su perro.

—¿Cómo lo hiciste? Los ingresos de tu trabajo deben ser muy fructíferos —digo.

—Casi todo esto me lo dejó papá, en realidad no trabajo. Antes de morir nos prometió a mi madre y a mí todos los lujos posibles luego de que falleciera —confiesa—. Según él, era una manera de seguir presente, así sea materialmente, junto a nosotros. Esta es sólo la sala, compró este pequeño apartamento para ahorrar impuestos, prefirió vivir en un sitio pequeño, pero acogedor. Sabía muy bien que mi madre y yo no podríamos hacernos cargo de sus propiedades sin su ayuda —concluye. Es interesante, tener un padre así de caritativo, además de la sencillez que le da a la vida, debió ser importante para forjar la manera de ser de mi vecino.

—¡Qué suerte tienes! ¿Eh? —reacciono sin mostrar condolencias— ¿Qué hizo con esas propiedades que mencionas? —pregunto interesado.

—Las vendió, por un pago de impuestos mínimo, y por fortuna ese dinero nos puede abastecer durante muchas vidas, siempre y cuando no abusemos de los lujos —explica.

—Debe ser una utopía vivir con las cuentas bancarias de tu familia —opino.

—Podría decirse, aunque vivir con determinados lujos no termina de garantizarte la felicidad —replica—. Claro que disfrutas cosas inimaginables, pero es un éxtasis temporal para protegerte de la crueldad de la vida. —La conversación toma un camino más serio ¿Pero cómo este chico va a decir que no es feliz con el montón de pasta que tiene?

—¿Qué motivos podrían generarte tristeza a pesar de ser prácticamente rico? —cuestiono.




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