Más que un sentimiento

Capítulo XVI: ¿Cruda realidad?

Al Quasyr, Siria (Cerca de Líbano)

Fecha desconocida...

Dos semanas desde la extinción humana...

*¿?*

Escuché varios disparos a la lejanía, no quiero salir. Dejar que se maten entre ellos será lo más prudente ahora mismo. Juraba que me alcanzarían, corrí con suerte, ya que no los veo en varios kilómetros a la redonda. Tal vez están muy ocupados acabando con sus propias vidas.

*Dabir*

Avanzo muchos metros, y el detrimento de mi cordura aumenta tras cada paso que doy, además del dolor en mi pierna que genera una colosal angustia, no esperaba conatos en mi plan. Sigo sin asimilar que maté a una persona, que a pesar de no ser alguien gentil, el karma me cobra con creces de igual manera. Mantengo la mirada hacia abajo, no dejo de embadurnar el suelo con mi sangre, sencillamente no cesa. Moriré pronto en medio de toda esta arena si no consigo hallar equipo médico para hacer un torniquete y aplicarlo en mi herida, esperar que la lesión cicatrice y pueda recuperar mi pierna gracias a antibióticos suena como un deseo avaricioso a estas alturas.

—Me sorprende que un nómada sea tan culto... —dice una voz desvaída que no logro identificar. 

—No... no puede ser... ¿Tú? —digo alarmado. No puede ser que haya vuelto.

—Ahora sí estoy convencido. Pequé por pensar que serías tan listo como buscas aparentar, no dejas de ser una escoria que se desplaza de un sitio a otro —juzga. Amid, con un gran agujero en la parte parietal de su cráneo, me mira fríamente, con la cuenca de uno de sus ojos esquelética, desmantelada por completo. Es una escena horripilante.

—¿Qué eres tú? —Me es imposible creer que una persona haya regresado de entre los muertos.

—Soy... el juicio... final —amenaza—. Sabes el acto rastrero que cometiste, matar a alguien arrodillado que buscaba la paz interior, a sus espaldas, destrozando su cabeza y yéndote como el animal acomplejado que eres —finiquita.

—¡Tú no puedes ser real! ¡Me rehúso a creerte! —Intento continuar, tullido. Él no se atreve a tocarme, sólo me mira y me reputa ahí quieto, de pie.

—Está bien que dudes sobre mi existencia, pero déjame iluminarte... ¡Mi familia sí era real! ¡Mataste a un hombre en busca de su mujer y sus hijos! Y tú estás convencido internamente de que asesinaste a un monstruo... que hiciste el bien. Tus excusas cochambrosas no te harán mejor persona, eres igual o peor que yo. Matas por el banal hecho de que nadie se entrometa en tus objetivos. Al menos yo... sí tenía por quién sacrificar —sentencia. Logro extraer fuerzas para apresurarme y alejarme cada vez más de la periferia, no obstante, la voz de Amid retumba en lo más profundo de mis tímpanos, como si tuviese altavoces dentro de mi sesera.

¡No lo aguanto! Presiono mi cabeza fuertemente, doblo los dedos, como si quisiera incrustarlos más allá del cuero cabelludo. La presión es tal que comienza a doler, siento pálpitos tras el tacto. Arrojo la mochila al piso, la requiso desesperadamente en busca de munición para escopeta.

—¿A qué esperas? Pon el cartucho en la recámara —exige. Acato la orden. Jadeo constantemente.

—Bien. Acciona el guardamano y carga el arma. —Lo hago.

—Quita el seguro —ordena. Lo desplazo hacia arriba con mi dedo, exponiendo un punto rojo y dejando claro que la escopeta es apta para disparar.

—El resto está en tus manos. —Tira el peso sobre mí. Observo el cañón del arma y a Amid cerca de mí otra vez, como si se hubiese teletransportado. Analizo la situación, no sé qué hacer, la duda me invade.

—Añade otro cartucho al cargador tubular. —Se planta enfrente de mí, y me mira, jactándose sobre mi condición, de rodillas y destruido, tanto física como psíquicamente. Hago lo que me pide, para finalizar con un ataque de rabia final apunto a su cabeza. Disparo sin piedad, el remordimiento es tal, que opaca la culpa, ya no me impide nada.

Un arma de mayor calibre permitió que le volara la cabeza por completo, imposibilitando que regrese esta vez. Estallé sus sesos que se esparcieron por los alrededores, en un festival grotesco de sangre y despojos. Tan pronto como eyecté el cartucho vacío al gesticular la corredera, dos niños salieron corriendo de la nada, el oscuro firmamento junto a todas sus estrellas se torna blanquecino. Ya dudo estar en la realidad en su totalidad.

Dos niños salen corriendo despavoridos de alguien, como gacelas en la sabana de cualquier gran felino o depredador. Explotan en un llanto ilusionante y colmado de esperanza tras ver al cuerpo de Amid a la lejanía.

—¡Papá! ¡Papá! ¡Aquí estamos! Te llevábamos buscando todo este tiempo —indican.

—¡Abid! ¡Zahra! —Una mujer con un hiyab corre tras los infantes. Percatándose al instante, dada su madurez y capacidad de raciocinio mayor, del charco rojizo que rodeaba al decapitado cadáver junto a los pequeños—. ¡Amid! ¡No! —Rompe en sollozos, acaparando rápidamente la atención de los pequeños, que la identifican como su madre. Aunque el escenario era bastante crudo y realista, la incredulidad e ingenuidad de los chicos les impedía asimilar que su querido padre era un fiambre desplomado y sin cabeza.

—¡Mamá! —Ella hunde a sus hijos en un fuerte abrazo, desconsolable—.  ¿Quién es él? —pregunta la menor apuntando hacia mí.

—¿De quién hablas, querida? —menciona desentendida.

—El sujeto de allá —respalda el joven. Estoy petrificado, no encuentro manera de reaccionar ante la situación. La madre continúa expresando su negativa a ver algo.

—Tú... eres Dabra... —afirmo. La mujer, en un acto súbito, procede a verme, 

—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? —pregunta desconfiada, con una respiración irregular. Desmesurado, me quito el turbante. Ya nada tiene sentido. Inopinadamente, Dabra ahora no sólo me puede ver, sino que consigue reconocerme.




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