Más que un sentimiento

Capítulo XVII: Heridas y cicatrices

Gijón, España

04 de agosto...

Siete años antes de la extinción humana...

*Javier*

El interior blanco del tren contrasta con los azules asientos y el grisáceo suelo. Estoy sentado junto a un hombre mayor, lee un libro de portada roja sobre ideología política, de frente tenemos a dos chicos que parecen regresar de la playa. Tengo muchas cosas en las que pensar ahora mismo, las citas con el psicólogo me hacen sentir más vacío a medida que avanzan.

—Y dime ¿Te dedicas al deporte? —consulta el hombre, quien ha estado buscando conversación todo el viaje desde que se sentó a mi lado.

—Sí, señor. Me gusta el fútbol —contesto.

—Eso es excelente, es bueno saber que hay una porción de la juventud que sigue priorizando el ejercicio —opina—. ¿Y qué edad tienes?

—Tengo 17.

—¿Y ya estás inscrito en algún equipo? —Muestra interés.

—Todavía no estoy consolidado, pero sigo haciendo pruebas para el club local de Gijón —explico.

—Estás a buena edad aún, deberías tomar esa oportunidad. —Pasa una página y sigue leyendo su libro.

—Así es, estoy dando todo de mí. —Una profunda ansiedad se adueña de mi ser, es cierto, estoy a buena edad para salir adelante, y la edad transcurre sin perdonar a quien tropiece. 

Tal vez la depresión provoque ralentización en el tiempo de quien la padece, pero el tiempo... no tiene moral ni sufre de perjuicios, es sólo el cálculo a una fórmula relativa que nos costará entender hasta la prosperidad.

—Mi nieto es como tú, alto y atlético. Apenas tiene 13, pero le gusta el baloncesto, no el fútbol como a ti. Ya me gustaría —manifiesta riendo—. Siempre que veo a un chaval como tú, regreso a casa y hablo con mi «Fiu», le cuento el porqué debería seguir adelante, el deporte no está obsoleto, nada que ver. Está más vivo que nunca.

—Tiene razón... —Más allá de todo, lo que vale es la pasión, y es que.... ¿Qué somos sin lo que nos gusta realmente? Seres que viven una vida vacía.

El tren llega a mi destino. Me despido de aquel anciano que me acompañó durante la travesía. Pongo rumbo a casa, después de un día cargado y agotador mentalmente. El psicólogo me dijo muchas cosas, en casi dos meses hizo un diagnóstico exhaustivo sobre lo que sucede en mi cabeza. Las nubes sobre mí tiñen de gris todo el cielo, una ligera lluvia conecta con mi cuerpo.

Tras varias cuadras, llego a casa a ahogarme en mi propia miseria. Abro la puerta y cruzo el pasillo para llegar a la sala, como de costumbre, todo está oscuro, la poca luz que proyectan las ventanas se ve opacada por el clima nublado. Sigo hasta pasar por la cocina, con un montón de platos sucios y restos de comida en la mesa, el televisor se oye a un volumen desproporcionado en un canal de noticias. 

Vivo con un montón de cerdos, nada especial si tienes en tu piso a mi padre. Me dirijo hacia el baño para tomar una ducha antes de acostarme empapado. La atmósfera es repugnante, el lavamanos tiene un color muy difuso al blanco que mantenía hace años, con rastros de pasta dental esparcida fuera de su recipiente por detrás del grifo. Hay ropa sucia tirada en el suelo mojado, alfombras dobladas y jabón adherido a las paredes. Me adentro a las profundidades del baño y enciendo la regadera. Tras bañarme rápidamente salgo de aquella pocilga.

Una vez en mi habitación, busco ropa y un abrigo en el armario, el frío es terrible, pero ya llegué a un punto donde mi cuerpo no reacciona como debería a las sensaciones térmicas, los estupefacientes que me recetaron merman cada vez más mis reflejos. 

Me recuesto en mi cama, pongo música deprimente, no me nace oír cualquier otro género, a veces considero que es masoquismo puro. El móvil no suena, pues no hablo con nadie y me abstengo de salir, a menos de que tenga cita psicológica, la única excusa que me levanta de la cama. No lloro desde mucho, sé que no estoy bien, he abandonado los entrenamientos, sencillamente no puedo más, tengo una presión interna que me exige cosas que no podré conseguir. El malestar emocional me restriega que la vida no vale la pena, como si buscase convencerme.

«—Y ya estás inscrito en algún equipo?»

Me cuesta asimilarlo por completo ¿Cómo puedo explicar que las metas por las que tanto me esforcé se fueron al trasto? No puedo hacer nada, estar atento a cualquier indicación, cuando no piensas ni respondes con la misma agilidad que antes. Las drogas han jodido mi astucia, soy una persona demasiado dócil, sin reflejos, como si de un enfermo se tratase. 

Pasan las horas y cae la noche, yo por mientras, me asfixio en mis pensamientos e ideas negativas. Hoy sucedió lo que por tanto tiempo intuí, al fin me diagnosticaron depresión adjunta a ideación suicida, no tengo claro qué hacer. 

Hace meses que dejé de hablar con Valentina, fui un estúpido, un niño idiota que vio arte y química donde no la había, esperé demasiado de alguien de quien no recibí nada, fue todo mi culpa, por mi ilusión, por querer forzar mi alegría, la tristeza llevaba años obligándome a generar felicidad de situaciones absurdas, porque no podía por cuenta propia, aprendí a tolerar la soledad, pero no a estar satisfecho con ella, lo que me hizo sentir solo siempre, por ende, jamás volví a ser fausto con todos, me costaba; cuando finalmente me sentí bien conmigo, quise encender fuego con pólvora mojada, era un amor que sólo yo sentía. Fallé en aquel momento donde creí que Valentina sería esa primera persona que no me rechazaría, pero jugó con mis emociones, ciegamente creí que sería algo bueno, pero no... Fui un idiota, creyendo que podría ayudarla, sólo un tonto no se daría cuenta que a mis espaldas, se estaba riendo de mí, que no le importaban mis emociones, sino alguien más. Lo peor de esta conclusión no es el mal que tuve que tolerar por mi confianza, es que no es una causa de mi decaimiento, es una consecuencia.




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