En un reino antiguo, poderoso y lejano, regia una mujer sabia y hermosa. Era tan vasta su belleza, que no existía un solo hombre que la despreciara. Era fácil pensar que la vanidad había consumido el corazón de aquella soberana, sin embargo, ella no era feliz. La reina envidiaba a las mujeres menos agraciadas. Hastiada de la atención, ya no se arreglaba, deambulaba por palacio como una pordiosera, llegando incluso a escabullirse a las cocinas para cubrirse de polvo y carbón, pero aquello no le bastaba para esconder su belleza. Empezó a usar una máscara que la hiciera lucir horrible, pero no resultó. Intentó escapar del palacio varias veces, pero sus súbditos la protegían incluso de sí misma.
Se sentía desfallecer y, agobiada de todo, concluyó que quitarse la vida era una solución, pero la idea desapareció con la visita de una viajera. Se trataba de una poderosa hechicera, quien, al ver a la reina en su sufrimiento, se ofreció a ayudarla. La soberana le contó con detalles sus penurias hasta su presente situación y al acabar le pidió un deseo. La hechicera permaneció pensativa por unos minutos, pues a su parecer, la reina podía perder mucho si ella cumplía aquella petición. Sin embargo, a pesar de las advertencias y sugerencias de la visitante, la soberana no cambió de opinión, por lo que, sin hacer más preguntas, la hechicera cumplió su deseo.
La reina la hizo prometer que nunca le contaría a nadie como revertir aquella petición y luego de darle su palabra, la hechicera continuó su camino y nunca más regresó. Desde aquel día cayó una blasfemia sobre la familia real; la maldición de las máscaras. Una máscara de inmensa belleza, aparecería sobre el rostro de todos los descendientes de la reina y no podía ser removida de ninguna manera. Únicamente ella sabía el modo de romper la maldición, pero nunca lo reveló y la hechicera no fue vista de nuevo por aquellas tierras, como le prometió. Tras la boda de la soberana, se descubrió que la maldición, no se reservó solo para quienes llevaran su sangre, pues sobre el rostro del rey, apareció una máscara y tampoco pudo quitársela.
Cuando nació su primera y única hija, la historia se repitió y así como fue con ella, fue igual con las hijas de sus hijas y las de sus hijas, durante seis generaciones, hasta el nacimiento de un heredero varón en su linaje. Aquel suceso rompió la línea de herederas y dio comienzo a un nuevo tiempo en la historia de la familia.
Al igual que como el resto de sus antecesoras, una máscara cubrió el rostro del príncipe al nacer, algo que ya se esperaba. Sin embargo, este príncipe no era como sus ancestros; su máscara era especial y él, era un absolutamente opuesto a la línea de princesas que lo antecedía. Desde niño fue en extremo intrépido, irreverente, soberbio e impulsivo. Testarudo como solo él podía serlo. Trató, desde que pudo ponerse las manos sobre el rostro, de arrancarse la máscara, aun si tenía que quitarse la cara con ella. Su madre, una heredera del linaje de la antigua reina, esperaba tener una hija, por lo que no estaba segura de cómo lidiar con un príncipe. Y aún menos, con un carácter como el de su hijo.
Este heredero fue el primero que se dedicó a buscar una solución a la maldición, pues su máscara era realmente peculiar, y cambiaba según su humor. A diferencia de sus antepasados, a quienes les aparecía una máscara inexpresiva y morían sin expresión alguna, este príncipe quizás moriría con una mueca completamente opuesta a la que tenía al nacer. Muchos se burlaban diciendo que todo iba a depender de su humor el día de su muerte. La peculiaridad era el motivo por el cual, el príncipe deseaba romper la maldición. Su madre intentó hacerlo desistir, pero él estaba decidido a ponerle fin al asunto.
Odiaba sentirse como un libro abierto, así lo describía. Aquella maldición le costaba las mentiras, aun las piadosas. No tenía forma de esconder sus sentimientos e incluso resultaba sencillo descubrir lo que pensaba de las cosas con absoluta sinceridad, sin que hubiese podido pronunciar palabra alguna. Él no podía esconder nada, por lo que era mejor abstenerse de contarle algún secreto, pues estos acababan siendo descubiertos. A pesar de todo, su madre lo amaba, ella no tenía dudas de que su hijo era un joven apuesto, aun cuando lo único que podía ver a través de la máscara, eran sus azules y profundos ojos. Un color, que solo él compartió con la primera soberana.
Su padre lo nombró Nathaniel, como el padre de su esposa; con la esperanza de que el príncipe heredara la paciencia y el temple de aquel difunto caballero; lo que no sucedió en ninguna manera. Nathaniel era todo lo opuesto a su abuelo, él era explosivo y obstinado, algo que todos en palacio conocían a la perfección. Por fortuna, para muchos, gracias a la máscara tan peculiar, era fácil saber cuándo no molestarlo. Existía en el palacio una lista oculta, donde se detallaban las cosas que era mejor no hacer, para mantener a Nathaniel de buen ánimo, y todos procuraban seguirla al pie de la letra, para evitar disputas y descontentos innecesarios. Sin embargo, incluso con eso en su poder, existían eventos que no se podían evitar.
Cuando el príncipe cumplió veintidós años, su padre se sintió emocionado. Faltaba poco tiempo para que su hijo tomara su lugar y heredara la corona y las responsabilidades de ser un rey y quizás desarrollara las actitudes, que él tanto admiraba en el padre de su reina. Pero antes de que eso sucediera, necesitaba buscarle una esposa; una verdadera odisea que prefirió dejar en manos del visir, Abraham Dubro. Un caballero al que le gustaba leer y que estaba lleno de conocimiento; el rey le explicó de antemano que no quería ver las expresiones de su hijo cuando las rechazara y eso era algo que no se podía discutir, por lo que, después de mirarlo con desdén y jurarle que habría consecuencias por esa petición, Abraham fue a hacer su trabajo.