Cuando se aproximaba la hora de la cena subió a la habitación de la princesa. Mientras se acercaba llamó su atención el sonido de un piano, proveniente. Entró en silencio, y permaneció de pie junto a la puerta, escuchándola tocar. Se percató de que las notas que le entregó, estaban destrozadas y desperdigadas por toda la habitación, pero tomó un largo respiro para no dejarse molestar por eso. Esperó pacientemente hasta que ella terminó, antes de romper el silencio.
—No sabía que el piano también podía ser presa de tu hechizo —comentó sin moverse de su lugar.
—¿Por qué insiste en venir? —interrogó Eva sin volverse—. Déjame morir sola.
—¿Es esa la razón por la que no quieres comer? —interrogó paciente—. Deja las necedades princesa. Solo conseguirás enfermarte y aun así tendrás que partir conmigo.
—¿Quién te mandó por mí? —preguntó volviéndose sobre el banco del piano.
—Evelín —respondió con calma.
—Ella también es una mentirosa —desdeñó enojada.
—Lo entiendo, todos somos mentirosos, excepto tu padre. ¿No es así? —comentó tratando de mantenerse sereno.
—¡Mi padre jamás me lastimaría! —gritó disgustada—. ¡Tú escribiste esas mentiras!
—¡Eres la criatura más terca que jamás haya existido! —exclamó extenuado—. ¿Acaso necesitas que tu padre te lo diga cara a cara?
—¡Aun así no lo creería! —respondió desafiante— ¡De seguro lo estarían obligando!
—¡Está bien, esto es el colmo! —gritó furioso—. ¡Dejaré que la verdad te golpee si eso quieres!
Nathaniel se acercó a ella, quien aterrada trató de escapar, sin embargo, él logró tomarla del brazo antes de que huyera y la sacó de la habitación. Antes de que la tarde se volviera demasiado oscura, la llevó a la cima de una de las torres altas de palacio. Desde allí, se podía ver alumbrada por la luz del atardecer, la plaza principal y la inmensa estructura de madera que se alzaba al centro. La pira que describían las notas, estaba allí y era imposible no verla.
En la cima, como se explicaba en las notas, estaba una jaula de madera, para encerrarla. Desde allí caería al quemarse, pues si las llamas no lograban matarla, de seguro el golpe al caer sobre las puntas que habían puesto en la base, acabarían el trabajo.
—¡Ustedes la hicieron! —gritó forcejeando para soltarse.
—No hay forma de que la hubiésemos terminado tan rápido y lo sabes —reprochó Nathaniel—. Ni siquiera tú eres tan tonta.
La llevó hasta el despacho del rey, donde en una de las paredes estaban sus planes paso a paso. Los dibujos eran una parte de las notas que el príncipe no pudo llevarle. Después de verlos, ni siquiera Eva podía negar lo que ya era evidente. Ella lo sabía desde antes, pero su padre no hablaba al respecto. La última parte estaba oculta tras una cortina, que Nathaniel arrancó de un tirón, revelando la muerte de ella, el triunfo de Eduardo y su idea de tener un heredero, libre de cualquier maldición.
—No quiero que te maten, Eva —dijo Nathaniel preocupado—. Y no quiero tener que matarte yo. Por favor, abre los ojos. Te traicionaron, te usaron y pretendían desecharte al terminar. Ibas a pagar por los pecados de tu padre.
—¡Es mentira! —gritó llorando—. ¡Es mentira!
—Tú viste a tu padre matar a todas las reinas que llegaron al palacio —continuó Nathaniel con firmeza—. Él no tuvo herederos. ¿Por qué iba a dejarte vivir cuando ya no te necesitara?
—¡Él me quería! —aseguró zafándose del agarre de Nathaniel—. Tú no lo entiendes.
—Solo mientras le fueras útil.
Eva retrocedió temblando y cayó de rodillas, no podía dejar de llorar, se sentía confundida, no podía negar la verdad, pero no quería aceptarla. Vencida por la frustración, se puso de pie, tomó la espada de Nathaniel de su cinturón y trató de atacarlo. Él dio un paso atrás, pero se detuvo al ver que la espada se aferraba a las manos de la princesa y no le permitía moverse. Poco a poco, el arma se transformaba en unos guantes demasiado pesados para que ella pudiese levantar sus brazos.
—¿Qué es esto? —interrogó asustada.
—No puedes herirme con esa espada, Eva —respondió Nathaniel con tranquilidad—. El material del que está hecha, fue creado para resguardar a los que rodeaban a mi familia, de la blasfemia del espejo.
—¿De la blasfemia del espejo? —interrogó sorprendida.
—Así es, mi familia carga con la misma imprecación que tú, princesa —explicó paciente—. Es por eso que no consigues hacer que te obedezca.
—Es imposible… ¿Quién eres tú? —preguntó asustada y confundida.
—Yo soy el príncipe, Nathaniel Daluce.
—Eso es imposible —aseguró furiosa—. El heredero de la familia Daluce no tiene un rostro, en su lugar hay una… —Eva lo miró entonces desconcertada.
—¿Mascará? —interrogó de forma retórica—. Es la que está en tus manos, ahora, por eso no pudiste herirme con esa espada. Yo quité de los hombros de mi familia uno de los anatemas que nos aquejaba, ahora remediaré el otro —expresó decidido—. La blasfemia del espejo también reposa sobre los hombros de mi familia.