Nathaniel regresó corriendo por las desoladas calles, hasta la casa de Damián. Como era de esperarse, el bibliotecario estaba cenando con su familia. Su esposa y sus dos hijas, quedaron perplejas cuando el príncipe irrumpió en el comedor, agotado y jadeante.
—Nathaniel… ¿Qué estás haciendo aquí? —interrogó Damián levantándose de la mesa.
—Damián, por favor, necesito las llaves de la biblioteca —respondió a toda prisa.
—Por supuesto, majestad, de inmediato.
El hombre tomó las llaves de su cinturón y se las entregó. Después de agradecerle con alivio, Nathaniel desapareció tan rápido como llegó. La esposa de Damián le sugirió seguirlo, pues ella también conocía al príncipe de niño y sabía que tenía la costumbre de meterse en problemas, sin embargo, Damián se negó, asegurándole que, si el príncipe no se lo pedía, era mejor no entrometerse. Nathaniel llegó a la biblioteca, abrió la puerta, entró en silencio y volvió a cerrar.
Recorrió los oscuros pasillos sin hacer ruido, buscando con cuidado en cada uno de ellos. Tenía la certeza de que ella estaba allí y de que podía encontrarla. Al acabar de dar vuelta al primer piso, quedó de pie en el centro del recinto, miró los cuatro pisos restantes y luego de lanzar un suspiro intentó algo diferente.
—Es una bella biblioteca. ¿No crees?… —comentó en voz alta, rompiendo el lúgubre silencio del edificio y ante la falta de respuesta continuo—. Es antigua, muchos de los libros que están aquí los han traído de otros reinos. Hay muchísimas historias, leyendas, relatos, incluso poesía… Evelín dijo que la biblioteca de tu reino, está descuidada, podríamos restaurarla si gustas, estoy seguro de que…
—¡No! —interrumpió ella en un grito.
Nathaniel suspiró aliviado y un golpe seco llenó el aire cuando cayó tendido al suelo, agradecido por haberla escuchado. Casi no quiso hablar de nuevo, pero no podían quedarse allí.
—¿Por qué no? —interrogó curioso—. Te gusta leer, ¿no es así?
—No importa si así fuera —respondió con disgusto—. Nadie más quería esa biblioteca.
—Importará si a ti te importa.
—Mi padre me importaba —dijo apesadumbrada.
—A mí me importabas más tú —exclamó tomando un respiro.
—Mientes —gritó Eva molesta.
—Me encantaría aprender a mentir —confesó con resignación—. Puedes preguntarme lo que desees, te juro por las estrellas que ni una mentira saldrá de mis labios.
—¿Por qué no podrías mentir? —interrogó en un tono cargado de incredulidad.
Nathaniel permaneció en silencio por un momento y mientras pensaba la escuchó mover algo en el tercer piso, pero no se levantó. Tomó un largo respiro y contestó.
—Cuando nací, la máscara que cubría mi rostro tenía la peculiaridad de cambiar de aspecto, según como me sintiera —explicó con molestia—. Me costaba cada mentira, incluso las piadosas. Con el tiempo aprendí que mentir no me serviría de nada y llegó un momento en el que ya no pude mentir más. Las mentiras simplemente no salían de mis labios, no podía pronunciarlas y aun ahora que la máscara no está, no logro mentir. No estoy seguro del motivo, no puedo explicarlo.
Eva continuaba caminando por la biblioteca y Nathaniel se sentía aliviado de escuchar sus pasos, romper el silencio del edificio.
—¿Me odias? —preguntó Eva de repente.
—No —respondió sin titubear—. Para mí solo fuiste víctima de la ambición de tu padre. Aunque me molesta que tú pareces no entenderlo.
—¿Piensas que hiciste lo correcto? —interrogó con una ligera molestia.
—Creo que tal vez existía una solución diferente —reconoció con tristeza—, pero no sé cuál sea y tampoco sé si el tiempo estaba a mi favor.
—¿Cuál es tu color favorito? —interrogó con aire burlón.
—El verde.
—¿Vas a matarme? —inquirió precavida.
—No lo sé —admitió con fastidio—. Dependerá de las circunstancias.
—¿Quieres matarme? —preguntó dejando de caminar.
—No —respondió con firmeza—. Quiero descubrir como eliminar la blasfemia que ambos llevamos.
—¿Por qué quieres ayudarme? —interrogó confundida.
—Porque en el fondo quisiera que te quedaras a mi lado —admitió avergonzado.
El silencio volvió a invadir la biblioteca por un momento. Los pasos suaves de Eva volvieron a escucharse poco después, pero ella no preguntó nada más. Nathaniel continuaba tendido en el piso, mirando las estrellas, a través de los cristales de la cúpula del techo. Se volvió a su izquierda cuando los pasos de Eva llamaron su atención. Pudo ver que no tenía el velo, pero sí estaba usando el brazalete. Ella se sentó a su lado, aun sin decir ni una palabra, y levantó la vista hacia el techo.
Le resultaba extraño conversar con alguien que no estuviera bajo su hechizo. Alguien capaz de decir lo que pensaba, sin miedo a herirla. Alguien que no diría solo lo que ella quería escuchar. Aún lo despreciaba, eso no cambiaba, pero le intrigaba esa sensación.
—Cuando las personas celebraron su llegada —comentó Eva sin dejar de mirar las estrellas—, creí que me matarían. Como un trofeo.