Nathaniel despertó con un apetito voraz, pero sin notar el tiempo transcurrido. Se levantó antes de la hora del desayuno, se dio un largo baño, se vistió y bajó a la biblioteca para esperar. Le sorprendió encontrar a la princesa Eva, leyendo un viejo libro de batallas. Se acercó y se asomó sobre su hombro con una pícara sonrisa.
—¿Realmente está leyendo eso, majestad? —interrogó divertido haciéndola dar un salto.
—¿Cuánto tiempo lleva allí? —preguntó nerviosa.
—Un par de minutos nada más —respondió risueño—. Ese tipo de literatura no me parece adecuada para usted.
—Yo puedo leer lo que desee —dijo Eva con molestia.
—No tengo ninguna duda —aseguró caminando hacia la mesa—, pero ¿Está segura de que no prefiere leer algo diferente?
—Quería leer otro, pero está cerrado —respondió cautelosa.
—¿Cerrado? —interrogó desconcertado—. ¿De qué libro se trata?
La princesa Eva se puso de pie, tomó de la repisa el diario de la reina Aurora y lo puso sobre la mesa. La caja estaba abierta, pero el libro sellado. Nathaniel aún tenía la llave en su alcoba, pues el mismo Eluney la colocó en la gaveta de su velador, después de restaurar el libro, para que el príncipe pudiera leerlo.
—No estoy seguro de que ella quiera que alguien más lea su diario, Majestad —comentó tomando un respiro—. Ese libro es un manuscrito de la reina Aurora.
—¿Acaso nadie lo ha leído? —interrogó sorprendida.
—Yo intenté leerlo —dijo apretando su mano derecha—, pero me fue imposible.
—Ella también tenía una máscara. ¿No es así? —interrogó curiosa.
—Ella puso sobre nuestra familia la imprecación de las máscaras —explicó Nathaniel paciente—, para ocultar la blasfemia del espejo.
—¿Fue la primera en tener una máscara?
—Así es.
—¿De verdad no puedo leerlo? —interrogó suplicante—. Ella ya no está, no creo que se ofenda.
—Lo pensaré. ¿Está bien? —dijo con una sonrisa complaciente.
—Me parece bien —respondió agradecida.
—Será mejor ir a desayunar, ya es hora.
Eva lo siguió en silencio pensando en el diario. Al entrar al comedor, la reina se levantó de su silla y se abrazó al cuello de Nathaniel, dejándolo desconcertado.
—¿Sucede algo, madre? —interrogó cauteloso.
—Estuviste durmiendo cuatro días, Nathaniel —respondió con una mezcla de alivio y disgusto—. ¿Cómo te atreves a preguntarme si pasa algo?
—Lo lamento —dijo con rapidez—. No sabía que fue tanto tiempo.
—No quiero que se repita de nuevo —exigió con firmeza—. Me preocupas sobremanera.
—Lo lamento, su alteza —dijo cariñoso—. Le doy mi palabra, de que no se repetirá.
—Me alegra escucharlo, caballero —expresó divertida—. Vamos a comer, amor mío.
El rey estuvo ausente en el desayuno, pues tenía una reunión en su despacho. Al terminar, Nathaniel regresó a la biblioteca. Comenzaba a organizar los libros que aún seguían revueltos, cuando su madre lo interrumpió. La reina hablaba y caminaba de un lado a otro, mientras él continuaba colocando libros en las repisas, escuchándola tan atentamente como le era posible. Estaba preocupada por el comportamiento de Eva hacia Evelín y por más que conversaba con ella, no conseguía disuadirla. Sin embargo, estaba convencida de que Nathaniel lo conseguiría.
Desde una de las estanterías, el príncipe miraba a su madre con dudas acerca de su creencia. El mismo comprobó que la princesa Eva no era fácil de convencer de nada, era una dama testaruda y obstinada. Sin embargo, al ser una petición de su madre, le aseguró que lo intentaría, tan pronto como terminara con lo que estaba haciendo. La reina satisfecha lo dejó meditando y se fue. Nathaniel aún divagaba al respecto cuando la princesa entró en la biblioteca.
—Majestad, ¿dónde está el amuleto? —interrogó Eva con rapidez.
—No me agrada esa pregunta, madame —expresó Nathaniel desde el segundo piso—. ¿Con qué objeto lo busca?
—Quiero saber si de verdad piensa destruirlo —respondió con firmeza—. Y si realmente lo hace por su propia voluntad.
—¿Qué quiere decir? —interrogó desconcertado bajando las escaleras.
—¿Está seguro de que no está siendo víctima de la manipulación de Evelín? —preguntó Eva resuelta—. Ella quiere destruir el amuleto para recuperar su poder, no le importan las consecuencias.
—Estoy plenamente seguro de que le importan —dijo acercándose a ella—. De no ser así, no me habría pedido que fuese a buscarla. Habríamos podido destruir el amuleto y olvidarnos de usted.
—Eso es lo que ella quiere que crea —masculló disgustada.
—No comprendo a que se refiere —expresó Nathaniel con desgano caminando hacia el escritorio.
—¿Acaso no habría sido igual si lo hubiesen destruido sin ayudarme? —preguntó Eva caminando tras él.
—No lo sé.