Una discusión en el pasillo, entre los guardias de la noche y los que debían reemplazarlos, acerca de haberse retrasado, lo despertó en la mañana.
—¡Abraham! —gritó Nathaniel con fastidio—. ¡Has que se callen! ¡Quiero dormir!
Aún estaban las palabras en su boca cuando, juntó al golpe de nostalgia, se percató de que escuchaba todo claramente. Salió de la cama tan entusiasmado que por poco olvida cambiarse antes de ir al comedor. Después de estar listo salió de la habitación, pero antes de bajar, movido por un presentimiento, volvió a subir al último piso del palacio; justo al lugar donde se encontraba la habitación llena de espejos. Levantó la cortina, pero Eva no estaba allí.
Continuó al comedor donde ya lo esperaban. Después del desayuno, buscó a Eva, pero no logró dar con ella. Le preguntó a Damián si sabía dónde estaba, pero él no tenía una respuesta. Nathaniel fue entonces al despacho y para su sorpresa allí estaba ella, leyendo un libro.
—¿Por qué no has desayunado con nosotros? —interrogó llamando su atención.
—Majestad —exclamó emocionada poniéndose de pie—. Se encuentra bien, qué maravilloso.
—Me hizo falta tu compañía en el comedor —comentó con una ligera sonrisa.
—Pensé que, tal vez, estaría enojado —confesó avergonzada.
—De ninguna manera, ayer tampoco lo estaba. Al menos no contigo —aseguró acercándose a ella y tomándole las manos con cariño—. Aunque no puedo decir que estaba contento con el dolor de cabeza, que aquel desafortunado incidente me causó.
—Lo lamento mucho —dijo con pesar.
Nathaniel estaba confundido. Su voz era la de aquella joven que él rescató del castillo de Eduardo, no había cambiado. Poniendo atención solo a eso, nadie se imaginaría el rostro que se ocultaba bajo la máscara que Eva llevaba. El rostro de una mujer desgastada, aunque de cierta manera agradable. Lucia como una de esas señoras dulces, que fácilmente podrían ganarse el afecto de un niño.
—¿Qué es lo que te sucedió? —interrogó cauteloso—. ¿Cómo es que terminaste así?
—Evelín robó mi reflejo para que las personas sintieran miedo al verme —contestó ya sin poder ocultarle nada, pero sin valor para mirarlo.
—No luces como alguien a quien deba temerle —murmuró con ternura.
—Eso fue lo que dijo —exclamó apesadumbrada—. No sé cómo luzco, no puedo mirar mi reflejo en ningún lugar.
—Pero en esa habitación…
—No sé de dónde ha salido ese sitio —interrumpió contrariada—. Pero allí estaba mi reflejo. Sin embargo, es como si hubiese tomado vida propia.
—No parecía feliz de verme —comentó burlón.
—Evelín mencionó que esa criatura te adoraría, tanto como a un intenso dolor —expresó desanimada.
—Ya veo, con que eso hizo —suspiró con tristeza—. Quizás buscando una manera de doblegarme a mí. Esto te ha pasado por mi culpa.
—De ninguna manera —refutó con rapidez—. Ella lo hizo para recuperar su magia, esto no ha sido su culpa, majestad.
—¿Por qué no me pediste ayuda? —interrogó apesadumbrado.
—¿No crees acaso que ya tienes bastantes asuntos que atender? —expresó mirándolo disgustada.
Nathaniel sonrió ante la interrogante y aferrando a Eva por la cintura, la miró con una sonrisa.
—Aún estás allí, Evangeline —dijo con ternura—. Evelin no pudo destruirte.
—¿A qué te refieres? —interrogó mirándolo nerviosa.
Sin responder a su pregunta, Nathaniel extendió la mano que tenía libre para quitarle la máscara. Eva trató de detenerlo enlazando sus dedos con los de él y con suavidad le bajó el brazo una vez más. Nathaniel la miró paciente por un instante, sin decir una palabra, y Eva permaneció con la mirada fija en aquellos profundos ojos azules. Un momento después, cerró los suyos y dejando escapar un suspiro, liberó la mano de Nathaniel de su agarré.
Él sonrió complacido y volviendo a subir el brazo con cautela, retiró la máscara con suavidad, descubriéndole el rostro. La examinó y con una sonrisa colocó su frente contra la de ella.
—Mirándote a los ojos, aún eres tú —dijo consiguiendo que ella lo mirara de nuevo—. Aún te escuchas como la dama que me cuidó en la celda. La que siempre me acompaña y se preocupa por mí. No importa lo que Evelin haya hecho, mi Evangeline sigue aquí. La dama que se ha ganado mi afecto sigue aquí.
—No me veo como ella —exclamó con la voz crispada.
—Déjame ayudarte —suplicó en un susurro—. Por favor, Eva.
—No sé si deba permitirte hacer eso.
—Aun sin tu consentimiento, lo haría sin dudarlo —dijo con firmeza
—Lo sé, y no te pedí ayuda porque no quería que te lastimarás —confesó conteniendo el aliento—. Porque el tiempo se agota.
—¿Qué quieres decir? —interrogó asustado.
—Puede que no me sienta como una anciana, pero mi cuerpo se deteriora como el de una —explicó recostando la cabeza en su pecho—. No estoy cansada, ni me siento adolorida, pero Evelín dijo que sin duda mi tiempo era más corto de lo que podía imaginar. No sé cuánto sea, pero no debe ser demasiado a estas alturas.