El visir no estaba sorprendido de ver como en apenas unas horas, una dama tras otra, eran despreciadas por el príncipe. Algunas por ruidosas, otras por torpes, otras por egocéntricas y muchas por prepotentes. Aun cuando estaba detrás de la cortina, el visir, que no estaba muy lejos, no tardó en percatarse de que el príncipe se estaba cansado. No faltaba demasiado para que comenzara a gritar ofensas contra cualquiera que le hablase.
Nathaniel se estuvo cambiado de posición en su silla varias veces, se pasaba las manos por el rostro, bajaba la cabeza y los arabescos de su máscara resplandecían de un rojo intenso. El visir salió para ver cuantas damas faltaban y quizás posponer el resto para otro día. Se sintió aliviado al descubrir que quedaban, para ese momento, dos damas por pasar. Como sabía de antemano que Nathaniel no elegiría ninguna; decidió concluir todo tan rápido como fuera posible.
La primera entró e inició una conversación con el príncipe en tono firme poco después. El visir estaba seguro de que ambos, apenas intercambiaron palabras, aunque no alcanzó a escuchar que se decían, pues ella hablaba en voz baja y Nathaniel la despidió sin gritar, lo que era poco común. La dama salió amenazando con desatar una guerra contra ellos y tras darle un empujón al visir se fue dando zancadas por el jardín. El caballero estaba desconcertado, pero no había nada que hacer.
Al ver lo sucedido, la segunda dama conversó con el visir acerca de posponer la audiencia para otra ocasión. El hombre estaba intrigado, pero siendo una sola dama, pensó que era mejor concluir de una buena vez. Lo meditó por un momento y mintió, asegurándole que esa decisión debía tomarla el rey o el príncipe en su defecto, que si era su deseo, entrará a conversar con el joven, para hacer esa solicitud. La dama suspiró y le indicó al visir que, si iba a entrar a hablar con el príncipe, era mejor terminar con la audiencia de una buena vez. El visir se sintió complacido al ver que su treta dio resultado y después de anunciarla en voz alta, le indicó que podía pasar; rogándole al cielo que Nathaniel no fuese demasiado duro con ella.
La dama entró decidida a no dejarse avasallar por la furia de su interlocutor y se puso de pie en el lugar indicado. Al igual que las anteriores, comenzó por decir su nombre, su procedencia, el nombre de su padre, de su madre, los linderos de su reino, el número de soldados de su ejército, en fin, todas las cosas que la obligaron a memorizar. Ella casi concluía con el repertorio, lo que era poco común, pues el resto de las damas no lograron decir ni siquiera la mitad, antes de ser echadas del salón.
Intrigada, empezó a bajar el tono de voz hasta volverlo un susurro y luego guardó silencio. Esperó por un momento, pero nada sucedió. Continuó sin hablar y esperó un poco más, mientras, sacudía su vestido, arreglaba su cabello, revisaba sus manos y se aseguraba de que sus zapatos estuvieran limpios. Después de estar segura de que sus sospechas eran correctas, se quitó los zapatos en silencio y se acercó a la cortina. Guiada por la silueta del príncipe en la sombra, se aproximó por el lado izquierdo, desde donde podría verle rostro.
Ella conocía la maldición, sabía de aquella máscara que cubría sus facciones, sabía del misterioso encanto de ella y quería verla con sus propios ojos. Quería ver aquel objeto que muchos describían con admiración y otros con odio. Tenía las manos heladas y el corazón le latía deprisa, le faltaba el aire, pero no retrocedió. Se asomó con cautela hasta poder ver lo que deseaba. Respiró aliviada al descubrir que, como presintió, el príncipe estaba profundamente dormido.
El rostro de la máscara inexpresivo, y, aun así, hermoso. Los arabescos, de un encantador color dorado, danzaban con suavidad de un lado a otro de la superficie, de un seductor blanco perlado. Parecía imperturbable, quizá no soñaba con nada, simplemente dormía y nada más. Respiraba con suavidad y justo entonces se percató de que los arabescos, se movían al compás de la respiración del príncipe. Estaba intrigada, pues no podía distinguir si sus párpados eran parte de la máscara o no, pues parecía una única pieza, lo que resultaba desconcertante.
Después de un momento regresó satisfecha a ponerse los zapatos y salió en silencio del salón. El visir la miró desconcertado, era la primera dama que salía con una sonrisa, parecía satisfecha, pero él no entendía por qué.
—¿Acaso accedió a hacer la audiencia otro día? —interrogó desconcertado.
—Para nada, mi señor —respondió con una radiante sonrisa—. Su majestad no ha accedido a hacerla, ni aun en este momento.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el visir aún más confundido.
—Se ha quedado dormido —explicó ella entre risas—. No estoy segura de cuando, quizás desde antes de que yo entrara. Tal vez por ese motivo la otra dama se fue tan molesta.
—¿No lo habéis despertado?
—De ninguna manera, eso sería descortés —respondió la joven alarmada—. Está claro que estar sentado allí, escuchando cosas que no le interesan, lo dejó extenuado. ¿Cómo iba yo a despertarlo?
—Ya veo —dijo arqueando una ceja derecha y mirándola confuso.
—Y, por si fuera poco —continuó la dama con aire preocupado—, estoy absolutamente segura, que de haberlo despertado estaría molesto. ¿Y cómo culparlo? De cualquier forma, estoy convencida de que no me habría escogido —dijo en tono divertido—. Soy la última de la lista, la esperanza de no ver a nadie más. Al menos no es el odio de ver a la primera, supongo.