Nathaniel se encontraba absorto en la lectura cuando su padre entró en la biblioteca.
—¿Acaso estás loco? —interrogó el rey disgustado—. No has elegido a nadie y además has ocasionado una guerra.
—Lo lamento —expresó Nathaniel sin sacar la mirada de su libro.
—Lamentarlo, no arregla las cosas —reprochó su majestad—. ¿Tienes idea de todo lo que tendré que hacer para evitar la guerra?
—Esa no era mi intención —explicó con desgano—, pero la hija del capitán llegó con imposiciones y su comportamiento me pareció incorrecto. Además, aceptarla o no, seguía siendo mi decisión.
—Tienes toda la razón —reconoció confundido—, pero eso no es excusa.
—Lo sé —dijo lanzando un suspiro.
El rey deseaba continuar la discusión, pero se sentía incómodo. Por lo general, su hijo reaccionaba de manera explosiva, brusca e incontenible, pero en ese momento su máscara mostraba una expresión triste e indiferente. Se manchó de un gris profundo e incluso los arabescos parecían haberse desvanecido y a eso, el rey no estaba acostumbrado. Claramente, algo molestaba a Nathaniel, y era el asunto de la guerra. Su padre no sabía qué decirle, nunca antes se sentó a conversar con él y estaba por decir algo cuando el príncipe lo interrumpió.
—Me disculparé con Paulina y aceptaré el compromiso, si eso te hace feliz —dijo con rapidez—. Necesito hablar con los ancianos, permiso.
Nathaniel abandonó la biblioteca en silencio y el rey estaba seguro de haber escuchado su voz quebrarse, y no sabía qué hacer. La reina era mejor para esas cosas, pero de seguro el príncipe tampoco hablaría con ella. El monarca estaba por dejar la biblioteca para buscar su consejo, cuando el visir apareció con una expresión alegre y una carta en la mano.
—Que inesperado verlo, majestad —exclamó Abraham sorprendido.
—¿Qué traes allí?
—Una carta para el príncipe —explicó emocionado.
—¿De quién? —interrogó su majestad en tono confuso.
—De la princesa Eva.
—¿Por qué motivo? —El desconcierto del rey parecía crecer con cada respuesta que el visir le daba.
Abraham contó al rey lo sucedido con paciencia y detalle, antes de mostrarle la carta. A diferencia de lo que sucedía con la máscara de Nathaniel, la de su padre, permanecía eternamente inexpresiva, por lo que el visir no sabía si el monarca estaba entusiasmado o disgustado con lo que estaba escrito, hasta que lo escuchó hablar y pudo distinguirlo en su tono.
—¿Y la princesa Eva no está molesta? —preguntó confundido.
—No, no se ha molestado en absoluto —contestó con entusiasmo—. Usted mismo lo ha leído. Quiere ver al príncipe.
—No me sorprende. De seguro quiere arrancarle la cara —expresó el rey con tono de disgusto.
—¿De qué habla, majestad? —interrogó Abraham sorprendido.
—La madre de la princesa Eva, es famosa por ser bruja.
—Esos son solo rumores, por el lugar de donde viene —refutó Abraham de inmediato—. No creo que quiera dañar al príncipe y mucho menos dentro del palacio.
—Podrías tener razón —dijo pensativo, volviéndola a leer de principio a fin—. Entrégale la carta a mi hijo.
—Pensé que estaba aquí en la biblioteca —dijo mirando a su alrededor.
—Se acaba de ir, dijo que hablaría con los sabios —explicó preocupado—. Aunque no parecía animado a conversar.
—Lo buscaré.
El rey dejó la biblioteca para conversar con la reina y el visir buscó al príncipe. Contrario a lo que su padre mencionó, Nathaniel no estaba donde los ancianos, ni donde su madre, o en el salón de música. No lo encontró en los jardines, ni en el salón del trono. El visir comenzaba a preocuparse cuando, empujado por un presentimiento, lo buscó en los mausoleos del palacio y lo encontró de pie frente al pasillo de los antiguos.
Un largo y amplio corredor, donde se exponían los retratos de los pasados reyes y reinas, con sus correspondientes máscaras al pie dentro de vidrieras. Dieciséis cuadros en total, ocho a la izquierda, ocho a la derecha y al final del largo pasillo, el retrato de la primera reina con su rey y sus máscaras en una vitrina.
El visir, aterrado, corrió deprisa y tomó al joven del brazo. El príncipe tenía prohibido entrar allí desde niño y él conocía bien la razón. A pesar de eso, en más de una ocasión, Nathaniel desobedeció las reglas. Al sentir la mano del visir en su brazo, se volvió a mirarlo con expresión indiferente y el azul grisáceo que teñía la máscara, le causó un escalofrío al caballero.
—¿Qué quieres? —interrogó Nathaniel con desgano.
—Han enviado una carta para usted —respondió con temor.
—¿De quién?
—De la princesa Eva —respondió con una sonrisa—. Ella desea hacerle una petición.
—¿Qué cosa? ¿Acaso tengo yo algo que ella quiera?
De forma inmediata el visir pudo ver como la expresión del príncipe comenzó a tornarse molesta, los arabescos, antes grises, se tornaron en naranja, su entrecejo se frunció y sus labios estaban apretados. La indiferencia que sentía antes cambió a rabia. Quizá sentir tanta impotencia lo tenía al borde del colapso.