PARTE 1
La pantalla de mi celular iluminaba mi cara como si fuese la única lámpara encendida en todo mi apartamento. Eran las once y media de la noche, y ahí estaba yo, otra vez, repitiendo el ritual más frustrante de mi vida adulta: deslizar, Izquierda, izquierda, izquierda, derecha por error, "¡nooo!", izquierda, izquierda.
No sé en qué momento las app de citas se convirtieron en el equivalente moderno de coleccionar estampas, pero yo tenía ya una colección completa de desastres.
El primero fue el del tipo que me dijo que le gustaba "hacer cardio"... y descubrí que su definición de cardio era correr maratones, no lo que yo esperaba (subir escaleras al segundo piso sin morirme). El segundo, un influencer de gimnasio que pasó toda la cita grabando stories, y me pidió que le tomara fotos mientras fingía beber café. El tercero... bueno, el tercero aún lo recuerdo con un escalofrío: apareció en la cita con la camiseta de su ex y me dijo: "todavía la usaba porque estaba limpia y era cómoda".
Yo, Rachel Heaven, 25 años, publicista creativa en una agencia de marketing digital, experta en memes y campañas virales, no podía lograr lo más básico: conseguir una cita decente.
Suspiré, mirando la foto de un tal James, 32 años, amantes de los gatos, "buscando a alguien para ver series sin compromiso". Traducción: quería que alguien le pagará Netflix y le trajera palomitas.
Deslicé a la izquierda.
Mi roommate, Eloise, asomó la cabeza desde la cocina con un paquete de galletas en la mano. Tenía el cabello recogido en un moño mal hecho y llevaba mi suéter favorito sin pedir permiso, como siempre.
-¿Otra vez en la ruleta del amor? - preguntó con la boca llena.
-Esto no es ruleta, es ruleta rusa. Nunca sé si me va a tocar un loco, un aburrido o un coleccionista de estampas de Pokémon.
Eloise se rió, dejándose caer en el sofá a mi lado. Me arrebato el celular.
-A ver... Este no está mal.
-Es un "Coach motivacional" - dije rodando los ojos. -Básicamente, alguien que grita "¡tú puedes!" mientras te cobra 250 dólares por escucharlo.
-Ay, pero está guapo.
-Y probablemente vive con la mamá.
Elo hizo swipe a la derecha con descaro.
-¡Match! - cantó, levantando las manos como si hubiera ganado un premio.
-¡Eloise! - traté de quitarle el celular -. ¿Quieres que vuelva a salir con un tipo que me dé un discurso de superación personal mientras yo solo quiero comer pizza en paz?
Ella se encogió de hombros.
-Mira, algún día me lo vas a agradecer. No todo puede ser Netflix y trabajo, amiga.
Yo bufé. La peor parte era que tenía razón: hacía semanas que mi vida se resumía en diseñar campañas publicitarias imposibles para clientes que creían que un meme con perritos podía vender seguros de vida, y llegar a casa a cenar cereal frente a la tele.
Pero claro, mis intentos de "ponerle emoción" terminaban en catástrofes.
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A la mañana siguiente, mientras tomaba café en un vaso térmico camino a la oficina, mi celular vibró. Era el famoso "Coach motivacional".
Él: Hola, hermosa. ¿Crees en la energía del universo?
Yo: Creo en el café, ¿Sirve?
Él: Jajaja, qué linda. ¿Quieres que te muestre cómo alinear tus chakras?
Yo: Gracias, pero tengo cita con el Excel a las 9:00.
No contestó más. Y yo agradecí al cielo - y al WiFi inestable - por ese pequeño milagro.
Subí al bus atestado de gente y pensé que, en el fondo, quizás el problema era yo. Quizá era demasiado cínica, demasiado práctica. En un mundo donde todo parecía diseñado para venderte un amor "ideal", yo solo quería alguien que no se asustará si pedía hamburguesa doble con papas grandes en la primera cita.
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Esa noche, contra toda mi voluntad, Eloise me convenció de ir a otra cita. "Tienes que abrirte a nuevas experiencias", dijo mientras me lanzaba un vestido corto que nunca antes me había atrevido a usar.
El tipo se llamaba Damián. Ingeniero en sistemas. Tenía buena sonrisa en las fotos. Hasta parecía normal.
Nos vimos en una cafetería nueva en el centro, de esas que parecen más un set de fotos para Instagram que un lugar para beber café. Luces neón, paredes con frases motivacionales, meseros con delantales que parecían salidos de una película indie.
Yo llegué cinco minutos tarde, lo justo para parecer desinteresada pero no grosera. Él ya estaba sentado, con una taza de matcha latte y su celular en la mano.
-¡Rachel! -dijo levantándose para saludarme. Me dió un abrazo tan rápido que me golpeó con la cuchara que tenía en la otra mano. Derramó matcha en su pantalón.
Yo solté una risa nerviosa. -Eh.... hola.
La primera media hora fue soportable. Hablamos de trabajo, de música, de lo difícil que era encontrar buen internet en la ciudad. Pero luego.... llegó el desastre.
-Mira, traje algo para ti- dijo de pronto, sacando de su mochila... Un cómic plastificado.
-¿Un... cómic?
-Si, edición limitada. De "Dragon Ball". Es mi manera de demostrar cariño: comparto mis tesoros con quién me interesa.
Yo parpadeé. Mucho.
-Oh.... qué... detalle.
El problema no fue el cómic. El problema fue cuando comenzó a darme un monólogo de 45 minutos sobre cronología exacta de todas las sagas de Dragon Ball, con teorías conspirativas incluidas sobre por qué Gokú en realidad... no, mejor ni lo repito.
Yo asentía, tragaba café y pensaba en cómo escapar.
De repente, noté que la chica de la mesa de al lado nos estaba grabando con el celular, disimuladamente. Segundos después, escuché un "clic" de cámara.