Matrimonio por Venganza

Prólogo

La lluvia no caía, sino que asediaba la ciudad. Un asedio lento e implacable, convertido en un manto de lágrimas frías y persistentes que golpeaba los cristales del despacho con una furia sorda. Cada gota era el redoble de un tambor que marcaba el fin de una era, empañando las luces de los rascacielos que, como lápidas modernas de acero y cristal, se alzaban en la noche para testimoniar la muerte de un sueño. Dentro, en el corazón de lo que había sido el cuartel general de un imperio familiar, la silueta de un hombre se recortaba contra la penumbra. Leónidas Ktasaros, de veintiocho años, no necesitaba luz para ver. La escena que se desarrollaba ante sus ojos, o más bien, la que se repetía en un bucle infinito detrás de sus párpados, estaba grabada a fuego en su memoria, más nítida y más cruel que cualquier imagen real.

Esa misma tarde, en una sala de vistas ahogada en barniz y solemnidad, había sido testigo de cómo los buitres en traje de Armani destrozaban, con la fría elegancia de un procedimiento legal, el legado de tres generaciones. La empresa Ktasaros & Hijos, fundada por su abuelo con poco más que sudor y sueños traídos de un puerto polvoriento de Grecia, había sido devorada viva. Los martillazos del juez, secos y definitivos, no habían sonado para él como un fallo, sino como disparos. Cada uno de ellos había matado un pedazo de su historia, un trozo del alma de su padre, una anécdota de su infancia entre cajas de embalaje y el olor a café de la oficina.

Y en el centro de aquel enjambre de corbatas caras y sonrisas compasivas, estaba él. Donato Rossi. El nombre le sabía a hiel y a traición en la boca. Donato, el hombre que había comido en su mesa, cuyo olor a colonia barata y puro era tan familiar en el salón de su casa como el de su propia madre. Donato, a quien su padre, con una fe que ahora parecía una enfermedad terminal, había llamado "hermano". La risa de Donato, una risa que antes había sido cálida y jovial, resonaba ahora, triunfante y distorsionada, en el oído interno de Leónidas, mezclada con el eco de las últimas palabras de su padre al teléfono, horas antes de que el infarto se lo llevara para siempre: "Lo siento, hijo mío. Le confié todo... y nos lo ha quitado todo. Cuidado con él, León. La confianza es un arma".

Un rayo, una cicatriz blanca en el vientre de la noche, iluminó brevemente la estancia. No fue una luz benévola. Fue el flash de un forense celestial que revelaba el cadáver de su vida. La devastación que el nuevo dueño de la empresa ya había dejado atrás: cajas vacías como caparazones de insectos, estantes desnudos que mostraban las marcas de lo que una vez sostuvieron, el retrato familiar tirado en un rincón como basura, el cristal de la foto hecho añicos, reflejando en cada fragmento una mirada rota. Pero en ese destello de luz blanca y cruel, Leónidas no vio el caos. Su mente, enfriada por un shock glacial, ya había empezado a trazar líneas en la destrucción. Vio el futuro. Y era frío, calculador y perfecto.

Se acercó al cuadro caído con la lentitud de quien se acerca a un altar profanado. Con una reverencia lenta, casi ritual, lo recogió, sintiendo el peso no de la madera y el vidrio, sino de la herencia mancillada. Con los dedos, limpió los fragmentos de cristal que aún se aferraban a la imagen de su padre, un hombre de sonrisa fácil y ojos llenos de una confianza que, Leónidas lo entendía ahora, había sido su sentencia de muerte. Esa misma confianza que él, Leónidas, jamás volvería a sentir.

No hubo gritos. No hubo lágrimas que pudieran medirse en volumen. El dolor era un lujo que no podía permitirse, un fuego que había que contener y convertir en carbón para alimentar una máquina mucho más eficiente. En su lugar, una frialdad glacial, más penetrante que el frío de la noche, se extendió por sus venas, solidificándose en un núcleo de acero bruñido en su pecho. Sosteniendo la foto contra él, se arrodilló en el suelo frío, sobre los restos de lo que una vez fue su vida, y sintió los cristales mordiendo sus rodillas como una penitencia necesaria.

—Padre —susurró, su voz un eco áspero en la habitación vacía, un juramento que solo las paredes serían capaces de recordar—. Te juro, por tu memoria y por estas ruinas, que él pagará. No con prisión o con una simple bancarrota. Eso sería demasiado misericordioso, demasiado rápido. Sería un fracaso de imaginación.

Su mirada, dura como el pedernal y con la misma capacidad de crear chispas, se clavó en la imagen de su padre, buscando y obteniendo una aprobación tácita en aquellos ojos pintados.

—Le arrebataré lo que más ama. No su dinero, no su posición. Le arrebataré su paz. Le haré saborear la misma amargura, gota a gota, hasta que no le quede nada. Hasta que su mundo sea solo polvo y recuerdos vacíos. Y para ello… su hija… Shiara… será mi instrumento. La acercaré tanto a mí que, cuando llegue el momento del golpe, cuando crea que ha encontrado el amor en los brazos de su verdugo, él sentirá el filo de mi cuchillo a través de ella. La destruiré para destruirlo a él. Y lo haré mirándolo a los ojos.

Otro trueno, más cercano y visceral, retumbó en la distancia, como si el cielo mismo, con toda su indiferencia cósmica, sellara su pacto con la oscuridad. Leónidas se levantó. La tristeza, el muchacho que lloraba por su padre, había muerto en él, ahogado en las aguas negras de aquella noche. En su lugar, solo quedaba la determinación silenciosa de un fantasma, una entidad con un solo propósito que lo definiría a partir de ese instante. Se guardó la foto en el interior de su abrigo, sobre el corazón, que ahora latía al ritmo de un nuevo y sombrío compás: el de la venganza.

Afuera, la lluvia seguía cayendo, lavando las calles de la ciudad pero siendo totalmente incapaz de limpiar la mancha de odio puro y perfecto que acababa de nacer entre el cristal roto y un juramento susurrado. Leónidas Ktasaros salió del edificio y se fundió con la noche, una sombra más entre muchas, pero con un fuego tan intenso y concentrado ardiendo en su interior que juraría que, por un instante, la lluvia a su alrededor no se deslizó por su rostro, sino que se convirtió en vapor.




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