El ascensor que llevaba a Shiara a la última planta del edificio de Leónidas Ktasaros no emitía sonido. Solo el tenue zumbido de la electricidad y el brillo frío del acero pulido la rodeaban. Se observó en los reflejos distorsionados de las paredes: un vestido sencillo, elegante pero sin concesiones, el cabello recogido en un moño severo, los labios desnudos. Había eliminado cualquier atisbo de la frivolidad que él despreciaba. No iba como una novia ilusionada, ni siquiera como una víctima aterrada. Iba como un negociador que llega al campo de batalla con las manos vacías, pero con la voluntad aferrada a un último, diminuto fuego interno.
La puerta se deslizó abierta directamente a un recibidor que daba a un salón panorámico. La lluvia había cesado, dejando un cielo plomizo que hacía resaltar la luz cálida del interior. Todo era líneas puras, tonos neutros, lujo austero. Y en el centro, de espaldas a ella, contemplando la ciudad que en parte ya dominaba, estaba Leónidas.
No se volvió de inmediato. La dejó avanzar, sintiendo su presencia, midiendo el silencio que ella traía.
—Has venido —dijo por fin, su voz un bajo vibrante que llenó el espacio.
—No me dejaste otra opción —respondió Shiara, deteniéndose a unos metros de él.
Finalmente, Leónidas se giró. Lo hizo con una lentitud calculada. Llevaba un suéter negro de cuello alto y pantalones oscuros, una informalidad que en él parecía más intimidante que un traje de tres piezas. Sus ojos, del color de la pizarra mojada, la escudriñaron, buscando rastros del miedo, de la rabia, del quebranto. Shiara se mantuvo firme, dejando que la mirara. Que viera la sombra, pero también el residuo de acero.
—Tu padre ha firmado —comentó, como quien habla del tiempo. Un gesto hacia un escritorio de diseño donde reposaba una copia del preacuerdo, la firma de Donato garabateada al final con trazo tembloroso.
—Mi padre firmó su rendición —rectificó ella—. Yo no he firmado nada.
Una ceja de Leónidas se arqueó, casi imperceptiblemente. Había un destello de algo en su mirada… ¿interés?
—Los términos son claros. Tu firma es una formalidad. La situación es la que es.
—La situación —dijo Shiara, dando un paso adelante, desafiando la barrera invisible de su espacio personal— es que tú has comprado la deuda de mi padre, no mi voluntad. El documento habla de un matrimonio. No de una esclavitud.
Leónidas esbozó una sonrisa fría, sin humor.
—¿Estableces diferencias semánticas? La práctica será la misma. Vivirás aquí. Tendrás tu posición. Cumplirás con tu rol.
—¿Mi rol? —Una chispa de su antigua pasión encendió sus palabras—. ¿El de la esposa trofeo? ¿La prueba viviente de tu victoria sobre los Rossi? Lo entiendo. Pero si crees que voy a ser un mueble silencioso en tu casa, un fantasma asustado que saluda a tus invitados, te equivocas.
Se acercó aún más, hasta poder distinguir las motas plateadas en su cabello oscuro y la línea implacable de su mandíbula.
—Me has forzado a venir. Me has arrebatado todas las salidas. Has convertido a mi padre en tu cómplice. Muy bien. Has ganado esta partida. Pero el juego no ha terminado.
Leónidas no retrocedió. Su mirada se intensificó, atraída por el fuego que ahora ardía en la desesperación de ella.
—¿Qué juego es ese, Shiara? —preguntó, su voz un susurro deliberadamente íntimo.
—El del matrimonio que tanto deseas —susurró ella a su vez—. Si voy a ser tu esposa, no seré tu prisionera. Seré tu contrincante. Tu igual en esta farsa. Exijo condiciones.
Una risa baja, casi inaudible, brotó de Leónidas. No era de burla, sino de genuino asombro.
—Condiciones. Adelante. Ilústrame.
Shiara respiró hondo. Había ensayado esto en su mente durante las interminables horas de insomnio.
—Primero: la fundación. Mi trabajo allí no se toca. Tendré un presupuesto autónomo, derivado de mis propios fondos, que tú restaurarás. No es negociable.
—Concedido —asintió él, con sorprendente rapidez—. La caridad te queda bien. Sigue.
—Segundo: apariencias públicas. Fuera de estas paredes, seremos una pareja civilizada. No habrá muestras de desprecio, ni humillaciones. El mundo verá una unión… firme. Eso protege tanto tu inversión como el poco honor que le queda a mi familia.
—Un pacto de no agresión en público —masculló él, asintiendo de nuevo—. Sensato. ¿Y en privado?
Shiara ignoró la insinuación cargada en su pregunta.
—Tercero: tiempo. El matrimonio será en dos meses, no en uno. Necesito… prepararme.
Leónidas la estudió por un largo momento. El aire entre ellos parecía vibrar.
—Un mes y medio —contraofreció—. No soy un hombre paciente. ¿Algo más?
Shiara contuvo el aliento. Esta era la demanda más peligrosa.
—Sí. Quiero saber por qué. No la razón financiera, no la venganza contra mi padre. Eso lo entiendo. Quiero saber por qué yo. Podrías haber destruido a mi familia y listo. Podrías haberte buscado una esposa sumisa de cualquier otra parte. ¿Por qué este teatro? ¿Por qué forzar este matrimonio específico?