Matrimonio por Venganza

Capítulo 6

El silencio en el edificio de Leónidas era tan denso como la niebla que empezaba a ascender desde el río, envolviendo la ciudad en un manto gris. Shiara firmó el preacuerdo matrimonial con un trazo firme y oscuro que contrastaba con el temblor que sentía en los huesos. La pluma, de plata fría, pesaba como un hierro al rojo vivo en sus dedos. Elena recogió el documento sin una palabra, su expresión tan impasible como la de una mayordomo real ejecutando una orden de decapitación. Al salir, la puerta se cerró con un clic sordo que resonó como el cerrojo de una celda.

Shiara se quedó de pie, aferrada al borde del escritorio de diseño minimalista, mirando sin ver los rascacielos que se desvanecían en la bruma. Había firmado su vida. La había canjeado por la supervivencia de su padre, por la ilusión de un legado. El vacío helado que la había sostenido empezaba a agrietarse, dejando entrar el pánico, un grito silencioso que se expandía en su pecho.

No oyó sus pasos, solo sintió su presencia a su espalda, como un cambio en la presión del aire, una sombra que absorbía la luz.

—Es un buen comienzo —dijo Leónidas. Su voz, tan cerca, no tenía el filo cortante de la negociación. Tenía una cualidad diferente, más baja, más íntima, e infinitamente más peligrosa.

Ella no se volvió. No podía. Si lo miraba ahora, si veía la expresión en esos ojos de pizarra, temía que el último resto de su coraje se desmoronaría.

—¿Esto es lo que querías? —logró decir, dirigiendo sus palabras al cristal empañado—. Ver mi firma en un papel. ¿Te hace sentir poderoso?

Él no respondió de inmediato. Se movió, lento, deliberado, hasta quedar a su lado, también de cara a la ventana. Su reflejo y el de ella se superponían en el vidrio, dos siluetas en un mundo gris.

—El poder —murmuró, como para sí mismo— es un medio, no un fin. El fin es la justicia.

—¿Justicia? —Shiara rompió a reír, un sonido seco y quebrado—. ¿Llamas justicia a esto? ¿A destruir a un hombre y luego exigirle a su hija como pago?

Por fin, se volvió hacia él. Las lágrimas que se había negado a derramar ante su padre y ante Elena, ahora ardían en sus ojos, no de tristeza, sino de furia impotente.

Leónidas la miró, y en su rostro no había triunfo. Había una intensidad abrasadora, una concentración total, como si la estudiara, como si catalogara cada centímetro de su dolor.

—Tu padre —dijo, eligiendo cada palabra con cuidado— entendió las reglas del juego cuando las beneficiaban. Ahora que le perjudican, clama al cielo. La vida no es justa, Shiara. Yo solo equilibro la balanza.

—¿Equilibrar? ¡Me estás usando como moneda!

—Sí —admitió sin pestañear—. Pero una moneda de valor incalculable. La única que él realmente valoraba.

Shiara sintió que la ira la inundaba, lavando momentáneamente el miedo. Alargó la mano y, antes de que pudiera pensarlo, la estampó con fuerza contra su pecho. El impacto fue sólido, firme contra la musculatura dura bajo el suéter de lana.

—Te odio —susurró, con cada sílaba cargada de veneno.

Leónidas no se inmutó. Ni siquiera se movió para sujetar su mano. Simplemente bajó la mirada a donde su palma descansaba contra él, como si el contacto, incluso violento, fuera un dato de interés.

—Lo sé —respondió, con una calma que era más perturbadora que cualquier grit—. El odio es una emoción honesta. Mejor que el miedo. Más duradero que el amor.

Lentamente, como si desenredara una maraña delicada, alzó su propia mano y cubrió la de ella, que aún estaba aplastada contra su pecho. Su piel era cálida, su agarre, firme pero no doloroso. Shiara intentó retirar la mano, pero él la mantuvo allí, presionándola ligeramente.

—Puedes odiarme —continuó, su voz un susurro ronco que le recorrió la espalda—. Puedes maldecirme cada noche. Pero a partir de ahora, Shiara Rossi, eres mía. En todos los sentidos que importan. Y yo… soy responsable de ti. De tu bienestar. De tu seguridad. Incluso de tu cómoda infelicidad.

Shiara sentía el latido de su corazón bajo su palma. Era fuerte, constante, implacable. Un ritmo vital que parecía burlarse de su propio desbarajuste interno.

—No me toques —logró decir, pero su voz carecía de fuerza.

—Tendré que tocarte —replicó él, su mirada descendiendo a sus labios—. Seré tu marido. Habrá expectativas. Públicas y privadas.

El aire se espesó. La amenaza en sus palabras no era velada; era una declaración de hechos. Shiara sintió que el pánico regresaba, mezclado ahora con algo más primitivo, más alarmante. Una atracción repelente hacia la fuerza bruta de su presencia, hacia la verdad desnuda de su posesión.

—No… no ahora —murmuró, buscando cualquier retraso, cualquier tregua.

Leónidas sostuvo su mirada durante una eternidad. Luego, con un movimiento que era casi un gesto de… ¿clemencia?, soltó su mano y dio un paso atrás. El espacio que dejó se llenó de un frío repentino.

—No ahora —repitió, asintiendo—. Tienes razón. Hay un orden para las cosas. Primero, el anuncio.

Se dirigió hacia el escritorio y pulsó un intercomunicador.

—Elena, llama a los contactos de prensa. Del Financial Chronicle y de Society. Tenemos un comunicado que emitir.




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