La suite del Hotel Plaza olía a flores frescas y a limpieza impersonal. Lirios blancos, los favoritos de Shiara, llenaban jarrones de cristal. Un detalle observador, venenoso en su precisión. Sus maletas, elegantemente dispuestas en el recibidor, parecían los pertenencias de una extraña. Shiara cerró la puerta tras de Luciano y se apoyó en ella, dejando que el silencio opresivo del lujo la envolviera. La fachada se desmoronó. Jadeó, buscando aire, las manos temblando incontrolablemente. Había firmado. Había aceptado. Había cruzado un umbral del que no había vuelta atrás.
El móvil, en su bolsillo, vibró. Era su padre. Lo rechazó. La vibración persistió. Un mensaje: "Shiara, por favor. Hablemos. Déjame explicarte." Apagó el teléfono. No había explicaciones que sanaran esta herida. Su padre había firmado su sentencia con la misma pluma que ella.
Pasó la noche dando vueltas en la cama king-size, entre sábanas de hilo de un hilo costoso que le parecían ásperas como arpillera. Al amanecer, con los ojos ardientes y la mente nublada por el insomnio, recibió la primera visita. No era Leónidas. Era una mujer de mediana edad, impecablemente vestida con un traje sastre color beige, que se presentó como Vivienne Laurent, "asesora de imagen y protocolo de la familia Ktasaros".
—El señor Ktasaros considera que la transición debe ser… fluida —dijo Vivienne, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos azules y evaluadores—. Tenemos mucho que trabajar antes del anuncio oficial. Su guardarropa, sus maneras en público, sus asociaciones.
—Mis asociaciones —repitió Shiara, envuelta en una bata de seda que había encontrado en el armario, otra imposición.
—La fundación Rossi, por supuesto, seguirá bajo su patronazgo, como acordó —aclaró Vivienne, tomando notas en una tableta—. Pero ciertos proyectos, ciertas… amistades, deberán ser reevaluadas. El señor Ktasaros prefiere un enfoque más discreto en algunas causas.
Shiara sintió que el suelo, una vez más, se movía bajo sus pies. No solo quería controlar su presente; quería reescribir su pasado, sus pasiones.
—El proyecto de guarderías en el distrito sur —dijo Shiara, con voz tensa— no es negociable.
—El señor Ktasaros tiene sus propias iniciativas filantrópicas, más alineadas con sus intereses comerciales —replicó Vivienne, sin levantar la vista de la tableta—. Usted, naturalmente, se involucrará en ellas.
Era solo el principio. La jaula tenía barrotes de seda y reglas no escritas. La sensación de asfixia crecía por hora.
El anuncio oficial apareció dos días después, en la primera plana de la sección de sociedad del Chronicle. Una foto antigua de ambos, manipulada para que parecieran juntos en una gala años atrás. El titular: "Dinastías Unidas: Ktasaros y Rossi sellan su alianza con un futuro matrimonio." El artículo hablaba de "respeto mutuo", "visiones compartidas" y "el poder del amor surgido de la admiración". Shiara lo leyó en la tablet que Luciano le había entregado, junto con un ramo de orquídeas negras, exóticas y funerarias. La nota adjunta, en la letra firme de Leónidas, decía simplemente: "El juego comienza. Esta noche, cena. Luciano pasará a las 8."
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El restaurante, Le Ciel, estaba en la azotea de un rascacielos, un lugar de cristal y estrellas artificiales donde el precio de un plato equivalía al salario mensual de una de las madres del proyecto de guarderías. Shiara llegó vestida con un modelo de noche de color vino tinto, ceñido y largo, elegido por Vivienne. ("El rojo es poder. No alegría. Perfecto para esta… ocasión"). Llevaba el cabello suelto, ondeando sobre los hombros, y solo un collar de diamantes heredado de su madre, un pequeño acto de rebeldía contra el guardarropa nuevo que ya llenaba la suite.
Leónidas ya estaba en la mesa, en un rincón privilegiado con vistas a la ciudad iluminada. Llevaba un esmoquin que se fundía con la oscuridad, y su perfil, iluminado por la tenue luz de una vela, parecía tallado en granito. La vio llegar y se puso de pie, con una cortesía antigua que hizo que varios comensales susurraran y miraran.
—Shiara —dijo, alargando una mano para ayudarla a sentarse. Su contacto fue breve, electrizante.
—Leónidas —respondió ella, retirando la mano lo antes posible sin ser descortés.
La cena transcurrió con una tranquilidad espeluznante. Él habló de negocios, de una adquisición en Singapur, del clima. Ella respondía con monosílabos, empujando la comida exquisita alrededor del plato. Sentía las miradas de la sala clavadas en su nuca, escuchaba el zumbido de los rumores. "¿La veis? La hija de Rossi. Vendida para salvar el barco." "Dicen que él la persiguió durante años." "Qué pareja más impresionante… y fría."
El postre llegó, un arte abstracto de chocolate y frambuesa. Fue entonces cuando él bajó la guardia del mundanal ruido.
—Vivienne informa que has sido… cooperativa —comentó, tomando un sorbo de su vino tinto.
—No tengo elección —murmuró Shiara, mirando su copa de agua—. Como en todo lo demás.
—Siempre hay elección —replicó él, poniendo la copa sobre el mantel con suavidad—. Elegiste la supervivencia de tu familia sobre tu libertad. Es una elección respetable. Incluso noble, bajo cierta luz.
Ella alzó la vista, y el fuego que había estado conteniendo durante días estalló. La cortesía, las miradas, la farsa… era demasiado.