A La mañana siguiente, los titulares no hablaban de otra cosa:
“El monstruo del negocio se convierte en Moisette”
“Moisés Licano: del traje ejecutivo al vestido de gala”
“¿Transición o estrategia? El heredero más codiciado sorprende al país”
Las imágenes eran claras.
El día anterior Moisés había salido de la sede de Licano Holdings vestido como una mujer. Tacones altos, falda lápiz, y el corset que le costo un mundo que le quedará bien y un maquillaje que quería disimular sus rasgos masculinos pero con una seguridad que parecía ensayada frente al espejo.
Los paparazzis lo rodearon como abejas al azúcar.
—¡Moisés Licano! ¿Qué significa esto?
—¿Es cierto que canceló su boda con Selena Vázquez?
—¿Está iniciando una transición?
Moisés levantó la mano, con una sonrisa que parecía sacada de una campaña publicitaria.
—Hoy empieza mi nuevo yo, soy Moisetta Licano.
Los flashes explotaron. Los micrófonos se acercaron. Y el país entero se quedó con la boca abierta.
Horas después, Moisés entró a la mansión Licano. Se quitó los tacones, ya los pies le dolían demasiado, dejó el bolso sobre la mesa y respiró hondo. El eco de los periodistas aún resonaba en su cabeza.
En el salón lo esperaba su madre, Mireya, con una copa de vino y una sonrisa que mezclaba orgullo y cálculo.
—Hijo… o debería decir hija —dijo, con tono teatral.
Moisés se sentó frente a ella.
—Mamá, ya te lo había dicho, estoy seguro. Quiero sacar mi esencia. Porque en el fondo… soy una mujer.
Mireya lo miró fijamente, como si estuviera midiendo el impacto mediático de cada palabra.
—¿Estás segura de esto?
—Sí.
Mireya levantó la copa.
—Entonces brindemos. Por Moisette. La heredera que cambiará la historia.
Moisés sonrió. Por primera vez en mucho tiempo, sentía que tenía el control. Aunque en el fondo sabía que esto era solo el inicio de una farsa… una farsa que pronto se volvería demasiado real.
Porque al día siguiente, Moisés Licano se sintió un poquito menos varón y un poquito más como una drag queen a la que le tocaba caminar sobre una alfombra de lava hirviendo.
—¡Qué desastre! —murmuró para si mismo mientras lograba caminar con equilibrio.
La peluca rubia, que se había comprado en el hueco, le picaba en el cuero cabelludo y el vestido rojo, que le quedaba más apretado que un bocado de natilla, le recordaba que la dieta de arepa con quesito no era la mejor para fingir un cuerpo femenino.
Pero su mayor problema eran los zapatos. Los tacones de aguja fina, ¡eso sí que era el mismísimo demonio! Los tuvo que cambiar por unas plataformas que parecían ladrillos forrados en terciopelo.
«¡Ay, Dios mío, me veo más ordinario que sancocho sin cilantro!» pensó Moisés, mirando su reflejo en el espejo.
El maquillaje, un smokey eye que le había quedado como un mapache en pleno aguacero, le daba un aire de diva dramática.
Su madre no le había dicho mucho la noche anterior, así que tenía que buscar la manera de que le creyeran. Por eso, salió temprano a hacer unas compras y regresó a prepararse.
Salió de su habitación y la entrar en la sala de su lujosa casa en El Poblado, soltó el bolso, que por poco le disloca el hombro, y suspiró aliviado.
Ahí estaba su mamá, Mireya, sentada en el sofá con la tranquilidad de quien acaba de ganarse el Baloto sin comprar el tiquete. Estaba tejiendo, sorbiendo un tinto y viendo una telenovela que, para Moisés, era igual de dramática que su vida en ese instante.
—¡Mami, Buenos días! —dijo Moisés con una voz que intentó ser dulce, pero que le salió como un gallo afónico.
Dio un paso con las plataformas y casi se va de jeta.
«¡Ay, qué pena!» pensó al imaginarse si eso le llegará a pasar afuera.
Mireya levantó la mirada por encima de sus gafas de lectura. No había sorpresa, no había pánico, no había ni un solo signo de que su único hijo varón estuviera parado frente a ella vestido como un semáforo navideño. Solo una sonrisa, ancha y tranquila.
—¡Ay, mi niño lindo! Por fin. ¿Cómo le fue en la calle ayer? eso no no me lo contó ¿Se le hizo difícil caminar con esos zancos — preguntó Mireya, señalando los pies de Moisés con la aguja de tejer.
Moisés se quedó mudo. Si su mamá hubiera gritado, llorado o, en el peor de los casos, le hubiera lanzado un florero de Murano, él habría sabido qué hacer. ¡Pero esta calma! Era más desarmante que un paisa ofreciendo rebaja.
—Mamita, ¿usted no ve? —Moisés hizo un giro dramático, que casi lo hace perder el equilibrio y tumbar una mesa.
—Mire, soy yo… ¡pero yo, liberado! Por fin voy a ser quien en verdad soy. Llevo muchos años en un cuerpo que no es el mío y… y ¡quiero hacer la transición, mami! Me siento mujer. —repitió Moisés con la esperanza de que su madre le creyera.
Mireya dejó el tejido en la mesa auxiliar, se acomodó las gafas y le dio una palmada cariñosa en la pierna, justo donde el vestido rojo hacía más presión.
—Mi amor, deje de ser tan boleta y relájese. ¡Y por Dios, arregle ese maquillaje con un pañito, que parece que lo pintó un niño de preescolar con plastilina! —le dijo Mireya con tono que sonaba amable—. ¿Y qué tiene? Cada quien es libre de ser quien, ya te lo dije.
Moisés se levantó y se miraba en el espejo del pasillo, ajustando el outfit que había elegido para mostrar su “nuevo yo”
Ya había repetido la frase tres veces frente a su madre:
—Soy mujer. En la oficina.
—Soy mujer. La noche anterior.
—Soy mujer. Esa mañana.
Cada vez con más convicción, cada vez con más teatralidad.
Pero Mireya, sentada en el sillón con una calma casi zen, no se inmutaba. Ni un grito, ni un escándalo, ni un “¿qué dirán?”. Solo asentía con una sonrisa que parecía ensayada y seguía tejiendo lo que fuera que haría
—Me alegra que lo tengas claro, hijo… o hija —respondió, como si estuviera hablando de la nueva campaña de maquillaje.