Me casé con una mujer ¿trans?

Moisesa.

Moisés al ver que no lograría nada con su madre, se fue a trabajar. Cuando entró a la oficina, Pablo lo vio y casi se atraganta con el café.

—¡Parce, parece que te disfrazaste para Halloween en marzo! —dijo, riéndose a carcajadas.

Moisés no se rió. Se dejó caer en la silla con gesto serio.
—Mi mamá no me cree. Es como si me dijera que no he mostrado absolutamente nada.

—¿Nada? ¡Pero si ya te pusiste peluca, vestido y esos zapatos que parecen armas medievales!

—Eso no basta, mis padres son...difíciles de tratar, estoy seguro que ella quiere pruebas. Quiere que lo viva, que lo muestre, que lo sienta.

Pablo se acomodó en la silla, aún con la sonrisa burlona.

—Entonces tienes que seguir con tu transición, bro. Mostrar que de verdad quieres ser una mujer.

—¿Y cómo hago eso? ¿Me pongo a llorar viendo novelas turcas?

—No, parce. Mira videos de mujeres trans. Aprende cómo caminan, cómo hablan, cómo se expresan. Eso te va a dar ideas.

Moisés lo miró con incredulidad.

—¿Videos? ¿Tutoriales de transición? ¿Qué sigue, un curso en YouTube de “Cómo ser mujer en diez pasos”?

—Exacto —respondió Pablo, levantando el celular—. Y si no existe, lo inventamos.

Moisés suspiró.

—Esto es ridículo.

—Ridículo, sí. Pero necesario. Si quieres que tu mamá te crea, tienes que actuar como si fueras protagonista de una novela de las ocho.

Moisés se levantó, ajustó la peluca y miró su reflejo en el vidrio de la oficina.

—Muy bien. Si esto es lo que me salvará del matrimonio… entonces que empiece la función.

Pablo levantó el café como brindis.

—¡Salud por Moisette! La heredera más improvisada de Colombia.

Así que Moisés no se daría por vencido, al día siguiente cuando su padre habia llegado de viaje, fue hasta la oficina de este.

El ascensor privado de los Licano se abrió con un ding casi ceremonial. De él no salió Moisés Licano, el empresario serio y futuro heredero, sino algo que parecía una explosión controlada en una fábrica de lentejuelas.

Porque en ese momento se sentía más Moisetta que Moisés, quien intentaba hacer una entrada triunfal. El problema no era ese nuevo vestido rojo que había escogido para ese día, de un de satín gritón, estilo "bomba sexi de Las Vegas ni el maquillaje extravagante, un smokey eye que parecía hecho con hollín de chimenea y un labial color pasión.

El problema eran los pies. Había desechado los stilettos finos, sin duda que esos no podría usarlos.

«¡Eso es una trampa de ingeniería diabólica!» pensó Moisés, que ahora avanzaba con cautela sobre unos tacones de plataforma plateados, dignos de un concierto de reggaetón. Eran altos, sí, pero le daban la estabilidad de una nevera industrial.

—¡Ay, Diosito, bendito seas por las plataformas! ¡Si con los otros parezco un flamingo epiléptico! —murmuró, agarrándose al marco de la puerta.

En la oficina Elías estaba sentado detrás de su escritorio de madera oscura, revisando informes financieros como si nada en el mundo pudiera sacarlo de su concentración. A un lado, Mireya lo acompañaba, con esa apariencia pulcra, con su eterna calma y una sonrisa que parecía más peligrosa que cualquier amenaza. Y siempre acompañada de un tinto.

Mireya lo miro con una calma pasmosa, como si estuviera viendo pasar una mosca. Ella hojeaba una revista de decoración de bodas.

—¡Ave María, Moisesa! ¿Y esos brillos? ¿A usted la persiguió un semáforo o qué?

Moisés se acomodaba la peluca rubia, que se sentía como una esponja caliente.

—¡No, mamá! Es que vengo a hablar con mi padre.

Mireya miro a su esposo y dando un sorbo a su tinto, respondio.

—Ajá. ¿Le sirvo algo? ¿Unas galletas de avena o ya le da pena por la figura?

Elías levantó la vista lentamente, lo observó de arriba abajo, y luego dejó el bolígrafo sobre la mesa. Mientras que Moises se tambaleó hasta el sofá, con el dramatismo de una estrella de telenovela a punto de morir. Se sentó con cuidado, no fuera a ser que el vestido rojo se rompiera en un momento tan trascendental.

—¡Mamá! ¡Papa! ¡Escúchenme por favor! Esto es muy serio. Yo... quiero que me apoyen en este nuevo proceso.

Elías se recostó en la silla, cruzó las manos y habló con voz grave.

—Si eso es lo que quieres, lo acepto. Moisesa Licano.

—¿No me estás escuchando? ¿verdad? —pregunto Moisés algo confundido.
Mireya lo mira fijamente, pero sin esa sorpresa que Moisés esperaba. Solo con una ceja levantada.

—A ver, Moisesa... Yo a usted la parí. Y si a usted le da por ponerse el mantel de la abuela en la cabeza y decir que es un sombrerito, pues bien pueda.

—¿Qué...? ¿No van a invocar a todos los santos del Santuario de la Virgen de la Candelaria?

—¿Y para qué, mi amor? Uno ya ha visto pasar tanta cosa en esta vida que un hijo con un vestidito rojo no es sino una anécdota. Además...

—¿Además qué, mamá?

Mireya señala los pies de Moisesa con un gesto despreocupado.

—Usted no necesita ninguna transición para dejar de caminar como un pato con hipo. ¡Con esos zapatos de drag queen, ya tiene la mitad del trabajo hecho!

Moisés se quedó sin palabras. Había practicado el discurso de la gran revelación para su padre durante horas en el espejo, y Mireya lo había despachado con la misma calma con la que le preguntaba si quería un huevo frito.

Moisés se sentía confundido, pero a la vez algo aliviado. Pero en ese momento se le sale el tono masculino.

—¿Entonces... lo toman bien? ¿De verdad?
—Claro, m’ijo. Yo siempre he dicho: cada quien es libre de ser lo que quiera ser. Si usted es feliz, ¿quién soy yo para amargarle la panela? —Mireya hace una pausa. Lo mira de arriba abajo con una sonrisa pícara—. Lo único que me preocupa es una cosa...

—¿Qué es, mamá?

Mireya suelta una risa contenida

— ¡Que le coja el gusto a la ropa mía! ¡Porque le advierto, mijito, esa Chanel es más brava que el aguardiente!




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