La mansión Vázquez estaba iluminada como si se tratara de una gala. Los arreglos florales, la vajilla de porcelana y los meseros uniformados daban la impresión de que aquella cena era más un evento social que una reunión familiar.
Selena bajó las escaleras con un vestido azul marino, elegante pero sobrio. No quería parecer emocionada por el encuentro. Paola Ríos, siempre estaba a su lado, le susurró:
—Amiga, esto parece la entrega de los Grammy, pero con más hipocresía.
Selena sonrió con ironía.
—Pues prepárate, porque hoy conoceremos al heredero que quiere ser heredera.
Cuando las puertas se abrieron, apareció Moisés… o mejor dicho, Moisesa.
Vestía un conjunto llamativo, una blusa de seda color fucsia con lazos en las mangas, una falda lápiz negra que le apretaba más de lo debido, y unos tacones que parecían diseñados para un desfile de drag queens. La peluca rubia estaba perfectamente peinada en ondas, y las uñas postizas brillaban como espejos bajo la luz del salón.
El maquillaje era intenso: labios rojos, sombras doradas y un contour tan marcado que parecía dibujado con regla.
Pablo, que lo acompañaba como si fuera su manager, murmuró:
—Parce, ahora sí pareces la portada de una revista… de las que venden en el semáforo.
Moisés lo ignoró y avanzó con paso firme, aunque cada movimiento de las plataformas parecía un pequeño terremoto.
Selena lo miró de arriba abajo, sin disimular.
—Así que tú eres… Moisesa.
—Exacto —respondió él, acomodándose la peluca—. Mi nuevo yo.
Selena arqueó una ceja.
—¿Nuevo yo o nueva estrategia de marketing? —susurro ella en voz baja.
Moisés solo le dedicó una sonrisa. Más atrás aparecieron los padres de el.
Y cuando todos se sentaron. El silencio se apoderó de la mesa. Los padres fingieron sonrisas, los empleados se miraron entre sí, y Paola casi se atraganta con el vino.
—¿Qué quisiste decir con lo que preguntaste antes? —preguntó Moisés, fingiendo seguridad, mientras la miraba.
—Que no soy tonta —dijo Selena, con voz firme y baja—. Esto parece más un plan para evitar la boda que una revelación espiritual.
Mireya intervino con tono dulce.
—Selena, cariño, espero que no seas dura, mi Moisesa está pasando por un proceso importante.
Selena sonrió con sarcasmo.
—Claro. Un proceso que empezó justo después de que firmamos el contrato. Qué coincidencia tan conveniente.
Paola, incapaz de contenerse, soltó.
—Amiga, si esto es una transición, yo soy astronauta.
Todos rieron, menos Moisés, que intentaba mantener la compostura.
—No importa lo que piensen. Yo sé quién soy.
Selena lo miró fijamente.
—Pues yo también sé quién soy —se inclino más hacia el y susurro—. Y sé que no voy a casarme con alguien que ni siquiera sabe si quiere ser esposo… o esposa.
Elías, el padre de Moisés, levantó la copa.
—Disfrutemos de esta increíble cena —dijo el hombre que sonrió mirando a su hijo.
Sonia hizo un gesto con su cabeza y la comida fue servida y el ambiente se suavizó. Los empleados entraban y salían con bandejas de porcelana, colocando platos de carne en salsa, ensaladas coloridas y copas de vino que brillaban bajo la luz cálida del salón.
Selena tomó el tenedor con calma, aunque por dentro seguía pensando en lo absurdo de aquella reunión. Moisesa, se acomodó la peluca con un gesto nervioso, intentando mantener la compostura mientras todos fingían que nada extraño ocurría.
Mireya, siempre sonriente, rompió el silencio:
—Queridos Ernesto y Sonia, queremos saber qué piensan de Moisesa.
Selena levantó la vista, sorprendida. Moisés tragó saliva. La pregunta flotó en el aire como una bomba a punto de estallar.
Ernesto, con su voz grave y pausada, respondió primero:
—Pues… estamos de acuerdo. Todos son libres de expresar cómo se sienten, somos seres libres.
Sonia, con una sonrisa serena, añadió:
—Exactamente. No hay nada más importante que ser auténtico. Si Moisés ahora es Moisesa, lo apoyamos y estamos seguro que nuestra hija también lo hará.
Moisés abrió los ojos con incredulidad. Selena también. Ninguno esperaba esa respuesta tan tranquila, tan diplomática del matrimonio Vázquez.
—¿De verdad? —preguntó Moisés, casi sin poder creerlo.
—Claro —dijo Ernesto, cortando un pedazo de carne—. La vida es demasiado corta para vivirla con máscaras.
Selena arqueó una ceja y pensó.
«Máscaras es lo que sobra aquí.»
Y así la cena continuó sin mencionar la boda. Nadie habló del contrato, ni de alianzas, ni de compromisos. En su lugar, las familias conversaron de cosas triviales como:
- Los viajes recientes de Sonia a Europa.
- El nuevo proyecto de Mireya en la empresa de maquillaje que manejaba su hijo.
- Los rumores de que un primo lejano quería entrar en política.
Selena y Moisés se miraban de vez en cuando, compartiendo un pensamiento silencioso: Ninguno quiere casarse.
Paola, que no podía quedarse callada, comentó entre risas:
—Esto parece más una cena de amigos que una reunión de futuros suegros.
Todos rieron. Incluso Moisés, aunque su sonrisa era más nerviosa que genuina.
Cuando los postres llegaron —una selección de mousses y tartas que parecían obras de arte—, Elías se levantó con su copa en la mano.
—Querida familia Vázquez, ha sido una velada maravillosa. Mañana tendremos otra cita, esta vez en un restaurante que ya hemos apartado con anticipación. Esperen la invitación con la dirección.
Ernesto asintió con calma.
—Perfecto, Elías. Allí estaremos.
Selena miró a su madre, que sonreía como si todo estuviera bajo control. Luego miró a Moisés, que jugueteaba con sus uñas postizas, claramente incómodo.
La cena terminó con abrazos cordiales y despedidas educadas. Pero en el fondo, tanto Selena como Moisés sabían que aquella calma era engañosa.