Me casé con una mujer ¿trans?

Complicidad.

La mañana siguiente, Selena entró al comedor con el celular en la mano. Sus ojos estaban hinchados, la piel alrededor enrojecida por el llanto de la noche anterior. Moisés, que estaba sirviéndose café, levantó la vista y se quedó congelado al verla.

—Mira esto —dijo ella, extendiéndole el teléfono con un gesto brusco.

Moisés lo tomó y leyó el correo del abogado. El contrato brillaba en la pantalla, con esas letras pequeñas que parecían cuchillos. Se quedó mudo. Por un instante, perdió la noción del tiempo.

¿Cuánto llevaban casados? ¿Once meses? ¿Un año? Se sintió atrapado en un calendario que no le pertenecía.

Moisés dejó el celular sobre la mesa y se pasó la mano por el rostro.

—Tres años… —murmuró, como si las palabras pesaran toneladas.

Selena lo miró con rabia contenida.

—¿Lo ves? No hay salida. Estamos condenados.

Él se dejó caer en la silla, con la mirada perdida. Aunque disfrutaba de su personaje, de la atención, del espectáculo, la idea de mantenerlo por tres años o más lo aterraba. Era un reto constante: caminar en tacones, ocultar su cuerpo, sostener una identidad que cada vez le pesaba más.

Y lo peor era que, cada vez que Selena estaba cerca, sentía cosas que no debía sentir. Su corazón se aceleraba, sus ojos se desviaban hacia ella, y eso lo confundía más que cualquier cláusula legal.

Moisés la miró fijamente. Sus ojos hinchados eran un espejo de su dolor. Sintió un impulso extraño, una mezcla de ternura y culpa.

—Selena… —dijo con voz baja—. No podemos seguir así.

Ella lo miró con desconfianza.

—¿Y qué propones? ¿Que me acostumbre a esta cárcel?

Moisés respiró hondo.

—No. Lo que digo es que trabajemos juntos, no se, En proyectos, en cosas que nos mantengan enfocados. Mientras tanto, yo buscaré otros medios para divorciarnos.

Selena arqueó una ceja.

—¿Otros medios? ¿Qué medios? Porque no veo que hayas hecho algo al respecto, aparte de tu famosa transición.

—No lo sé todavía —respondió él, con sinceridad—. Pero no me voy a rendir.

Selena se cruzó de brazos, pensativa. No estaba convencida, pero la idea de tener algo en qué enfocarse le daba un respiro.

—Está bien. Trabajemos juntos. Pero no me prometas milagros que no van a aparecer.

Moisés sonrió con un gesto cansado.

—No te prometo milagros. Solo te prometo que no voy a dejar de intentar.

Ella lo miró en silencio, y por primera vez en mucho tiempo, no sintió rabia. Sintió complicidad.

Los días siguientes comenzaron a cambiar. Entre reuniones, proyectos y conversaciones, la tensión se transformó en algo distinto. No era amor, ni atracción que fuera inmediata, pero sí una complicidad inesperada.

En las noches, mientras compartían la misma habitación, hablaban de ideas para la empresa, de viajes, de cómo engañar a la prensa con nuevas apariciones. Entre risas y planes, el dolor se hacía más llevadero.

«Quizás no estoy sola en esto. Quizás él también quiere salir de verdad» pensaba ella.

«Quizás no soy tan inútil como ella cree y pueda encontrar la solución o Quizás juntos podemos encontrar una salida» penso él.

Una noche, mientras se servían vino en la sala, Selena lo miró con una sonrisa leve.

—¿Sabes qué es lo más raro?

—¿Qué? —preguntó Moisés.

—Que a pesar de todo, me haces reír.

Moisés levantó la copa, con un gesto teatral.

—Pues brindemos por eso. Por reírnos en medio de la tragedia.

Selena chocó su copa con la de él. El sonido del cristal fue un pequeño símbolo de alianza. No era amor, no era libertad, pero era complicidad. Y eso, en ese momento, era suficiente.

Los días comenzaron a tomar un ritmo distinto para ambos. Moisés, que siempre había sido hábil en los negocios, decidió compartir con Selena algunos de sus conocimientos. Se sentaban juntos en la oficina de la casa, rodeados de papeles, laptops y tazas de café.

—Mira, muñeca —decía Moisés, con tono de profesor—. El secreto de una empresa no está solo en las cifras, sino en el manejo. Si vendes una historia, vendes el producto.

Selena lo escuchaba con atención, aunque a veces se distraía mirando sus pestañas postizas que parecían abanicos cada vez que parpadeaba.

—¿Narrativa? —preguntó, arqueando una ceja—. ¿Y qué narrativa vendemos nosotros? ¿La de la pareja perfecta?

Moisés sonrió con ironía.
—Exacto. Aunque sea una farsa, es la farsa más rentable que hemos tenido, pero... no dije narrativa.

—¿Ah no?

—No —dijo el y le volvio a explicar.

Selena suspiró, pero no pudo evitar reírse.

—Eres increíble. Das clases de empresa con uñas postizas y senos de silicona.

—¡Eso es diversificación! —respondió él, levantando las manos como si fuera un gurú de negocios.

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Un día, Selena confesó algo que la hizo sentir vulnerable, sentía que con Moisesa podía ser ella.

—Nunca he cocinado nada. Siempre he tenido de todo: chefs, empleados, servicio. Jamás pensé en vivir sin esos lujos.

Moisés la miró con sorpresa.

—¿Nunca? Ni un huevo frito.

—Ni un huevo frito —repitió ella, avergonzada.

Así que Moisés decidió enseñarle. Se pusieron delantales y entraron a la cocina. El resultado fue un espectáculo digno de un programa de comedia.

—Primero, rompe el huevo con cuidado —dijo Moisés, mostrando cómo hacerlo.

Selena lo intentó… y el huevo terminó estrellado contra la encimera.
—¡Esto es imposible! —gritó, mientras el líquido se escurría por todas partes.

Moisés se doblaba de la risa, tratando de mantener el brasier con las prótesis en su lugar.

—¡Muñeca, ni el huevo quiere divorciarse de ti!

Al final, lograron preparar unos huevos revueltos. Selena los probó y sonrió con orgullo.

—No están tan mal.

—Claro, porque yo los arreglé —respondió Moisés, guiñándole un ojo.

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Pero las cosas no solo quedaron entre trabajos y cocina. porque otra rutina que compartieron fue el gimnasio. Selena estaba acostumbrada a entrenar con instructores profesionales, pero ahora tenía a Moisés como compañero o mejor dicho, Moisesa.




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