Me enamoré de Penélope

Prólogo

Son las cuatro de la tarde y me doy cuenta de lo que en realidad está pasando con Penélope. Con ella y con el resto. El reloj avanza, pero aunque los números de mi viejo Timex van incrementando, se siente más como si estuvieran convirtiéndose de a poco en el cronómetro de la cuenta regresiva que vuelve mis dedos sudorosos. No tardé mucho en encontrar mi máquina de escribir, algo que no me permite borrar ni editar fácilmente los fragmentos de la primera y última historia que voy a contar en mi vida. Usando los papeles en la pila de hojas de impresora que tienen la esquina doblada, gracias a las miles de veces que reacomodé el talonario en la parte trasera del pequeño ropero del apartamento que fue mi casa este último año; no queda más que rendirse a lo inevitable.

No espero que mi manuscrito esté presentable, ni siquiera sé si lo voy a terminar a tiempo pero ese es otro desafío, uno de los tantos con los cuales me encontré siguiéndola a ella

No sé dónde se encuentra Penélope en este momento, quizás está compartiendo estas horas con Brandon, quien debe estar endulzándole los oídos una vez más con las nuevas posibilidades que todo esto conlleva. Quizás está recitando Sylvia Plath, ya que como yo, sabe que Penélope encuentra muchas veces refugio en sus palabras y trenzando sus propias frases entre medio, hablándole de evitar la inherente absurdidad de la vida recurriendo a actos irracionales y la importancia de encontrar la solución al problema de la vida misma. La imagen es nítida, él sobre el amplio sofá de pana violeta con un libro en la mano, mientras Penélope se sienta sobre el suelo, dejando que él acomode los mechones que caen sobre la espalda de ella de forma desordenada como ríos dorados que encuentran su fin en su cadera. 

Pensé que este momento lo iba a esperar con ella. El fin y el principio de todo. Pero por sobre todo, nunca creí que podría llegar a mi vida la noción de lo finita que puede ser la existencia una vez trazada con tus propias manos, contada con tus dedos en una vieja máquina de escribir que fue tu regalo para tu cumpleaños número trece, herencia de tu abuelo, como dice tu mamá. 

Aunque nunca quise ser escritor, mi madre siempre confundió mi verdadera pasión por una más romántica. Estudiar historia no puede ser muy diferente a imaginarla y narrarla para otros. Tal vez volverse famoso en el proceso, ganar regalías, comprar una casa, vivir día a día buscando nuevas palabras para una nueva publicación y una nueva seguridad financiera. Si mi madre supiera en este momento que mi primer borrador tal vez será el último, intentaría detenerme, después de años de intentar conseguir a un hijo erudito de la literatura, se daría cuenta de que un hijo historiador es mejor a no tener ningún hijo después de todo. 

Como tal, está en mi responsabilidad compilar los hechos, investigar más a fondo, interpretar los eventos con otra mirada, pero por el bien del tiempo que me queda me voy a convertir en un mero novelista, uno que no tiene mucha objetividad. Voy a intentar explicar los hechos en lo mejor de mis habilidades. En el fondo también quiero entender las causas y consecuencias de conocer a Penélope, el impacto de nuestra relación en el resto de mi vida. 

Entiendo bien que voy a ser culpable de especulaciones infundadas y voy a tener que ser perdonado por todos los hechos no verificables en los cuales voy a intentar profundizar para llegar a un mejor análisis de mi situación. 

Después de todo lo que aprendí con mis estudios, no me queda otra opción que ser víctima de la invención narrativa para darme a mí mismo un tipo de satisfacción a la hora de mi cierre. 

Son las cuatro y cuarto.

Y el reloj sigue contando los minutos.




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