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El campus “Schola” se creó como un nuevo concepto para juntar académicos, intelectuales, pensadores, artistas y polígrafos de todo el país antes de que yo naciera, solo treinta camadas de estudiantes habían sido condecoradas como egresados de la universidad “Las Tres Torres” cuando decidí probar mi suerte con un máster en historia del arte. Nombrada por sus tres principales pilares: la recepción, el ala este y el ala oeste. El ala este siendo hogar de las aulas de las clases más técnicas; y el ala oeste da paso a salones para explorar la creatividad, la expresión y la composición. El nombre de la universidad siempre me resultó algo redundante y de poca originalidad, pero pude saltar la falta de creatividad cuando de los últimos cuarenta egresados treinta resultaron egresar no solo con un futuro de éxito asegurado, sino que con las puertas ya abiertas a oportunidades impensables para gente de su edad y un notable desempeño laboral. Era indiscutible que, para mí, egresar de Las Tres Torres suponía un camino pavimentado atravesando el campo en el que decidieras desarrollarte. Directo hacia la meta. El problema residía en que los cuarenta egresados representaban solo un siete por ciento del inicial cuerpo estudiantil, que a la vez eran seleccionados de un apretado cupo, considerando la cantidad de áreas que la ambiciosa universidad decidió abarcar: arte, pintura, escultura, historia, filosofía, lenguas, actuación, música, danza, entre otras.
Schola se creó a pasos agigantados como un pequeño pueblo universitario a las afueras del área metropolitana, al lado del lago principal “Victoria”, con pequeños edificios dedicados a cobijar a los estudiantes durante su transición facultativa de Las Tres Torres, conteniendo una limitada cantidad de locales comerciales y una vasta extensión de residencias, condominios y departamentos.
Aunque la primera camada se caracterizó por su estilo radical y bohemio, con el pasar de los años la universidad se fue copando de nuevas caras con doble apellido, cuerpos esbeltos decorados con las mejores prendas y manos sosteniendo billeteras cada vez más gordas. Las residencias fueron amalgamándose para formar pisos, lofts e incluso penthouses. Donde antes habían existido cuatro cuartos, ahora se encontraban extensas residencias para los hijos de aspiraciones artísticas de magnates. Donde antes se habían sentado hippies, ahora se sentaba la parte de la elite sensible, los hijos perdidos de aquellos que no construyeron sus mansiones siguiendo sus sueños.
Gracias a las conexiones de mi padre, —quien nunca tuvo un apellido con mucho peso pero sí una habilidad para entablar amistades que le dieran ventaja en su vida— conseguí ser parte del cupo inicial. Después de un extensa introducción escrita a modo de ensayo y tres entrevistas con los tres decanos de la universidad, finalmente logré mi aceptación en el círculo selecto de quinientos cincuenta y tres alumnos que iban a ser los nuevos eruditos de la treintaiunava camada de Las Tres Torres.
Mudarme fue más fácil de lo que jamás imaginé, me despojé de los viejos juguetes, de mi ropa de secundaria y de mis libros universitarios sin pensarlo dos veces. Mi nueva residencia: un departamento de dos habitaciones que no llegaba a tener la extensión de los penthouses de la zona sur de Schola, pero no era una de las apretadas habitaciones de los condominios de aquellos que habían llegado al lugar por mero esfuerzo y notas extraordinarias en sus respectivas secundarias o universidades esparcidas por todo el país.
Con una cocina, un baño en suite para la habitación principal, uno para invitados integrado al hall de entrada y un living-comedor que puede contener hasta seis personas en una cena formal.
Lo primero que recuerdo fue desempacar mi única valija en el closet, acomodando cada una de las nuevas prendas que había comprado especialmente para mi nueva vida. Después, tirarme en la cama para quedarme dormido instantáneamente. El proceso de selección había durado tres meses en los cuales no solo tuve que desarrollar mi falso carisma, sino que estudiar como nunca antes para el examen de nivelación que me iba a acomodar en clases básicas específicas. Los tres meses que había pasado mis días sentado en el escritorio en frente de mis libros y notas, sudando con el calor del verano, viendo por la ventana cómo mis pares visitaban a sus amigos, se preparaban para viajes grupales y pasaban sus días debajo del sol, tostando su piel; me habían dejado completamente exhausto.
Dejar de lado la poca vida social que tenía en el momento no había resultado algo doloroso, de mis dos únicos amigos uno ya se había mudado con una beca deportiva a otra ciudad y el restante estaba esperando con su novia de secundaria, su primer hijo. De más está decir que nuestras relaciones se desintegraron con el peso de nuevas responsabilidades. Nunca fui una persona muy social en ese aspecto. Mis amigos eran mis amigos porque querían serlo, no porque yo pusiera mucho esfuerzo en entablar nuestra relación. Algunas veces se sentía como si simplemente me dejaran estar ahí con ellos para no hartarse de su mutua compañía mientras atravesamos la universidad.
Mi idea en el campus no era hacerme amigos, sino seguir con lo que siempre supe hacer: concentrarme en las cosas que me iban a llevar a encontrar mi posición en esta vida. Pero entendía que las primeras impresiones no se repiten y gracias al legado de mi padre, sabía que el cúmulo de apellidos era una buena oportunidad para crear nuevas conexiones. Estaba claro que iba a egresar con mi camada, iba a hacer todo en mi poder para lograrlo, pero esa misma camada es la que iba a convertirse en una nueva red social. Unificados por el pasado académico hacia un futuro de éxito colectivo como había pasado en años anteriores.
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Editado: 23.08.2024