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El duelo impacta de una sola vez y después lentamente. Es algo que aprendí con trece años. Perder a Penélope fue una de las grandes desilusiones de mi vida, cada segundo se había vuelto uno de soledad sin que pudiera controlarlo. Nadie se acercaba a la compañía que ella me había dado. Creía que nos habíamos forjado juntos y por años fue la ilusión que mi realidad iba a estar siempre a su lado. Su ausencia se fue aplacando con los años pero, para ser honesto, nunca me abandonó por completo. Fue mi refugio volver a rememorar mis momentos con ella por un largo tiempo, pero como las huellas a la orilla del mar al cual daba nuestras casas, un día su impresión desapareció de mi ser.
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Me gustaría poder decir que no pensé en Penélope las siguientes semanas, que me fue fácil seguir con el inicio de clases. Todo lo contrario. Quería saber si era realmente la chica que me había abandonado con su familia tiempo atrás y la intriga obnubilaba mis pensamientos. Cada momento que pasaba recorriendo el campus lo hacía con la esperanza de volver a cruzarme con ella una vez más.
Empecé a desviarme de mi camino habitual.
La recepción contiene el gran hall tapizado con alfombras especialmente seleccionadas con los tonos púrpura que acompañaban los inmensos marcos de estilo rococó que exhiben exuberantes pinturas surrealistas florales al óleo. Las paredes incluso contienen una pieza de Hendrik Reekers, la única que no mide por lo menos dos metros de altura como pieza expositora central. Empecé a aprenderme los trazos de cada composición casi de memoria mientras pasaba el tiempo esperando en la entrada algún tipo de encuentro casual. Cuando mi plan no dio sus frutos, empecé a recorrer ambas bibliotecas de doble piso. La del ala este, copada de libros de historia, arquitectura, cinematografía, dibujo, fotografía, poesía, drama, filosofía, artes aplicadas y un sinfín de enciclopedias y glosarios en diversos idiomas, incluyendo el latín. Aproveché mis tardes para empezar a leer “Lingua Latina per se Illustrata” de Hans H. Ørberg y logré encontrar algo con lo que forcejear por un tiempo. Pasando mis horas intentando descifrar el idioma que comprendía una de mis clases optativas. Siempre había romantizado la idea de convertirme en un consumado en literatura clásica como parte de todo mi crecimiento. Entender el marco histórico desde diversos ángulos era mi ideal y qué mejor para lograr mi cometido que poder leer estás obras en sus idiomas originales.
Latín era más dificultoso de lo que había imaginado.
Terminé mi primer libro después de horas en la biblioteca del ala este y naturalmente, una vez que no encontré ese rostro de mejillas rosáceas por ningún rincón de libros polvorientos y páginas amarillas, me moví al ala oeste.
La gran universidad había sido construida en un castillo gótico abandonado en el siglo XIX, remodelado meros años antes de la apertura oficial de la universidad y separando las amplias galerías en pisos y salones de clase, el ala este se erige en el área más práctica del castillo y la que se caracteriza por ser más moderna después de las modificaciones. El ala oeste es parte de la capilla del castillo, la arquitectura, los cimientos y las columnas altas se mantuvieron en mejor forma a lo largo del tiempo. La torre este todavía contiene esa majestuosidad del siglo XVIII y la universidad se decidió en preservar las estructuras en vez de modernizarlas. Cruzar de una torre a la otra se siente, en alguna medida, como trascender en el tiempo.
La biblioteca no se queda atrás, las bóvedas de crucería se elevan en el techo y los grandes vitrales dejan que la luz se filtre con pequeñas tonalidades de color. Los alumnos se sentaban en el suelo, encima de las mesas y debajo de las estanterías para pasar páginas, a diferencia de la biblioteca del ala este, donde cada persona se sentaba en su respectiva silla. Otro tipo de aura latía en esa biblioteca, una más libre, más bohemia y de alguna manera, más auténtica. Depende de quién lo mire.
Los libros de autores más radicales están siempre desordenados. Arte conceptual, pintura, danza, música, teatro, novelas de todos los siglos, una interminable doble estantería de best sellers y otra de activismo son los tomos más comunes que alguien puede encontrar en la vieja capilla de la iglesia. Aunque no encontré ninguno de los volúmenes que necesitaba entre las repisas, tomé asiento en uno de los mesones para repasar mi clase de Renacimiento y Barroco más de una vez al finalizar mis horas, viendo a mis pares tomar posiciones extrañas, elongar mientras leían y hasta vocalizar en una esquina siguiendo instrucciones en manuales de canto.
Empecé a divagar por las clases, viendo uno por uno los salones de ladrillo de piedra gris avejentado. Los pupitres de madera negra que contienen algunos y las rondas de alumnos sentados en el suelo para las lecciones de drama o las de atriles para las de pintura. Cada salón tiene su propia personalidad dependiendo la disciplina que se va a dictar en él. Algunos admitirían que las del ala oeste un poco más que la de su contraparte.
Habían pasado pocas semanas y entendí que era uno de los pocos alumnos de la nueva camada que ya podía dibujar un mapa del establecimiento en la palma de su mano. Me había tomado el trabajo de recorrer cada recoveco del lugar, hasta el punto de poder enumerar y describir qué pinturas decoran cada pasillo, qué escultura se elevaba en cada rincón y cuáles son las áreas de exhibiciones rotativas.
Pero de la chica de cabello teñido de rubio no encontré rastros.
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Editado: 23.08.2024